martes, 27 de diciembre de 2011

Massimo Borghesi responde a Torres Queiruga


Apreciado profesor Torres Queiruga, le agradezco su carta que, en un panorama teológico-filosófico estancado, ofrece la ocasión de reflexionar sobre un tema de gran relieve. En mi artículo, que hacía una recensión de su volumen La risurrezione senza miracolo (Ediciones La Meridiana, Molfetta 2006), no afrontaba sistemáticamente su pensamiento1. Me había llamado la atención el corte idealista, hegeliano, con que usted trataba de la resurrección de Cristo. Su carta me ha movido a profundizar en su reflexión sobre el tema con especial atención a su volumen Repensar la resurrección, traducido también al italiano2. Su lectura me permite poner en claro que el objeto de mi análisis crítico no es su fe personal –que usted tiene todo el derecho de reivindicar– sino la teología y la filosofía contenidas en su interpretación del cristianismo.
Está usted firmemente convencido de que la transmisión y la comprensión de la fe, en el mundo contemporáneo, requieren en teología un «cambio de paradigma»3, la «necesidad de un cambio global y estructural»4. Por eso tenemos una «deconstrucción de la visión tradicional»5, una deconstrucción «sobre las narraciones pascuales»6 que conduce a «lectura no fundamentalista»7 de los relatos pascuales, es decir, no literal. Al hacer esto toma usted como guía y maestro a Rudolf Bultmann, que «demostró de manera irreversible como “mitológica”»8 la visión neotestamentaria tal y como está expresada en el lenguaje (ingenuamente) realista de los Evangelios. Para Bultmann «es mitológica la concepción en que lo no-mundano, lo divino aparece como mundano y como humano, y el más allá como el más acá»9. Es mitológica, pues, toda la Revelación cristiana en la medida en que entiende la acción de Dios de manera histórico-empírica; son mitológicos los milagros, señales sensibles de la potencia divina. Como afirma Bultmann, con rotunda simplicidad: «No es posible utilizar la luz eléctrica y los aparatos de radio, acudir en los casos de enfermedad a los remedios médicos y clínicos modernos, y al mismo tiempo creer en el mundo de los espíritus y de los milagros propuestos por el Nuevo Testamento»10. Usted no llega a las mismas conclusiones radicales del teólogo de Marburg. Lo sigue, sin embargo, en la idea de fondo, según la cual el discurso neotestamentario «en cuanto discurso mitológico, no es creíble para los hombres de hoy»11. Esta persuasión le lleva a la convicción de que ha llegado la hora de un cambio global, en la teología del Jesús resucitado, cuyas líneas trato de resumir brevemente aquí.

Teodicea racionalista, teología del «no acontecimiento», cristianismo «socrático»
El primer presupuesto fundamental de Bultmann lo expresa muy bien David Friedrich Strauss en su Leben Iesu de 1835: «Lo divino no pudo acontecer de este modo (ante todo de manera inmediata, y luego además tosca) o lo que aconteció de este modo no puede ser divino»12. Se trata del postulado racionalista según el cual Dios (si existe) no puede actuar o manifestarse sensiblemente en el espacio ni en el tiempo. Dios no puede ser causa de acontecimientos especiales sino solamente fuente de las leyes universales. Esto conduce Strauss (y con él Bultmann) a una «filosofía del no acontecimiento»13, a una teoría que es la negación sistemática de la posibilidad de la Encarnación. No nos sorprende. Desde el Deus sive natura de Spinoza, al «ancho foso» entre las casuales verdades históricas y las verdades universales de Lessing, pasando por la crítica a la fe supersticiosa de Kant, el proceso es el mismo: Dios no puede manifestarse en la historia. Panteísmo y deísmo, desde vertientes distintas, se oponen al Antiguo y al Nuevo Testamento, a la fe judía así como a la cristiana.
En su volumen Repensar la resurrección, llega usted de un modo singular a dicho punto de vista criticando el «deísmo intervencionista [sic!]»14, que actúa mediante “milagros”, es decir, intervenciones puntuales en el espacio y en el tiempo. Esta idea de lo divino, que se expresa en las oraciones y en las fórmulas de la piedad cristiana, es para usted la expresión de un «esquema imaginativo»15 (de tipo kantiano) de una mentalidad ingenua, popular, que no comprende que en realidad Dios no actúa mediante milagros sino a través de una creatio continua que no viola la autonomía del mundo con sus leyes naturales. En cada instante Dios hace «todo cuanto es posible: “poeta del mundo”, trata de llevarlo a la máxima realización que permiten los límites e incompatibilidades inherentes a su finitud»16. De este modo usted vuelve (conscientemente) a Leibniz y a su idea del mejor de los mundos posibles. «Dios “podría” no haber creado el mundo; pero si lo creó, éste es finito; y, si es finito, en él no pueden no aparecer la carencia y la contradicción: el mal. De otro modo, el mundo sería infinito como Dios»17. Así «el mal, como ya viera Leibniz […], tiene su condición de posibilidad en la finitud»18. Dios, creando el mundo en cuanto finito, crea, con él, la necesidad del mal. El mal es necesariamente connatural a la finitud, ontológicamente intrínseco a la naturaleza finita. No sé si usted se da cuenta de los significados “gnósticos” de esta postura y de su inconciliabilidad con la doctrina cristiana.
De todos modos, es singular que esta “vuelta a Leibniz” se desentienda de las críticas de Voltaire, críticas de las que surgen, con toda evidencia, los límites de la teodicea racionalista. Para ésta, con el cristianismo no sucede nada verdaderamente nuevo, nuevo respecto a las causas antecedentes. La “teología del no acontecimiento” es la que reduce el cristianismo a manifestación de un proceso en acto, a descubrimiento de lo que, implícitamente, está ya presente en la naturaleza.

Si los milagros no existen y la acción divina es inmanente a la naturaleza entonces la “Revelación” se convierte en acto de conocimiento mediante el cual el hombre religioso cae en la cuenta del carácter divino del mundo. La “Revelación” coincide con una gnosis salvífica. «En definitiva, la revelación consiste en “caer en la cuenta” del Dios que como origen fundante y amor comunicativo está “ya dentro”, habitando la creación y manifestándose en ella. Lo hace ver sobre todo en el ser humano, tratando de que descubramos su presencia, rompiendo nuestra ceguera y venciendo nuestras resistencias: noli foras ire: in interiore homine habitat veritas»19. La Revelación se resuelve aquí en un proceso inmanente, “mayéutico”, socrático. Ésta no aporta nada verdaderamente nuevo –la idea de la supervivencia después de la muerte es universal– pero aclara y re-configura una certeza implícita, es la ocasión para pasar de una fe confusa a una clara. «Como mayéutica, la palabra reveladora es necesaria para despertar y abrir los ojos, pero no introduce algo extraño, sino que en la propia realidad ayuda a descubrir la presencia salvadora que la habita y dinamiza»20. El cristianismo es una «mayéutica histórica»21, Cristo un nuevo Sócrates que ayuda a los discípulos a descubrir, en su experiencia interior, la certeza de una experiencia de resurrección que no necesita ninguna confirmación exterior. De este modo, como observaba Ratzinger en un ensayo siempre actual de 1970, «en el cristianismo ya no viene hacia nosotros algo de fuera que podamos recibir como nuevo e indeducible de nosotros mismos, en cambio, se vuelve objetivo lo que siempre es horizonte de nuestro pensamiento y de nuestra reflexión. De este modo la historia, en cuanto extra, resulta demasiado insignificante e fundamentalmente desahuciada en favor de la ontología. Ha desaparecido el ek-stasis de la fe por el en-stasis del hundimiento filosófico»22.

«Cómo no evocar los intentos de una «gnosis» que renacía continuamente bajo múltiples formas [...] con una tendencia muy inquietante a vaciar imperceptiblemente todas las riquezas y la importancia de lo que, ante todo, es un hecho: la resurrección del Salvador» Pablo VI

La estructura contra el Acontecimiento

La asimilación de la Revelación al plano de la creación, de la gracia a la naturaleza, de la exterioridad –en el sentido de Emmanuel Lévinas– a la interioridad, conduce a afirmar que la Revelación está «presente en todas las religiones e incluso en todo conocimiento filosófico»23. De este modo manifiesta usted que comparte la perspectiva del cristianismo trascendental, “anónimo”, ya criticada por Henri de Lubac y Hans Urs von Balthasar24. Se trata de un modelo que, por un lado, es el heredero del idealismo postkantiano y, por el otro, se impone en el clima de los años setenta, marcado, a nivel cultural, por la hegemonía del estructuralismo. Esta corriente, come sabe usted, no admite acontecimientos, saltos de calidad en el proceso histórico. El acontecimiento es englobado, anticipado, diluido, dentro de una estructura, de una red de relaciones ya establecida, de un horizonte. Así, en el modelo estructural-idealista Jesús “deviene” Dios o “aparece” como Dios sólo dentro de una estructura apocalíptica propia del judaísmo. La estructura traza la continuidad de un proceso; lo que no ve es la discontinuidad. No ve el “nuevo paradigma” que usted, siguiendo a T. S. Kuhn, quiere aplicar a la teología contemporánea. Así es verdad que en Cristo se cumplen la expectativas mesiánicas de Israel, apocalípticas, sapienciales, pero el cumplimiento no se da en forma de una síntesis sino de una figura nueva que, dando forma a aspectos heterogéneos (el Rey glorioso de Israel y el Justo humillado y sufriente), no puede ser deducida de lo que la precede. El Acontecimiento supera la estructura. Al no captar esta novedad, el estructuralismo teológico es un tractor que nivela, rasa, aplana. La «estructura teológica»25, a la que usted hace referencia, es un modelo por lo que, en el antiguo Israel, los profetas, asesinados por los hombres, son reivindicados por Dios. Es lo que sucede en el judaísmo tardío con el episodio de los mártires Macabeos. Dios no puede no resucitar a los justos de Israel. Este modelo es para usted el criterio explicativo de la conciencia de la Resurrección: «La fe en la resurrección debe realizarse dentro de idéntica estructura»26.

Esta se construye según una doble lectura. Por un lado, Jesús es visto como la culminación de la «esperanza que la escatología corriente, de corte apocalíptico, aplazaba hasta el final de los tiempos»27. Aquí toma forma la fe en el Resucitado porque «sin ese horizonte difícilmente podría ser comprendida la resurrección de Jesús: en él tiene sus raíces»28. Por el otro, Jesús es comprendido como “resucitado” por su particular destino de muerte. Como señalaba en mi anterior artículo su proceder recuerda aquí la dialéctica contradicción-reconciliación propia de Hegel: lo positivo puede actuarse sólo mediante el abismo de lo negativo, la idea de resurrección mediante la experiencia de la muerte. Esta lectura dialéctica le lleva a rechazar la letra del texto evangélico, que insiste en el escándalo ante la cruz, la huida de los discípulos, su miedo. «Visión que –no cabe negarlo– cuenta con dos fuertes apoyos: el prestigio que le presta el estar muy presente en el esquema redaccional de las propias narraciones evangélicas, por un lado, y su aptitud para ser usada como fácil recurso apologético, por otro: algo tuvo que pasar entre la falta de fe, que llevó a la huida cobarde, y la fe viva que convirtió a los discípulos en heraldos valientes y audaces. Ese algo serían los acontecimientos excepcionales y milagrosos que los llevaron a confesar la resurrección»29.

Esta razonable explicación, que motiva el hecho de pasar del escándalo de la muerte en la cruz a la fe en el Resucitado, la rechaza usted con una motivación que, permítame, es opinable. Según su argumentación no es admisible que los discípulos, que eran amigos de Jesús, lo abandonaran en la hora de la muerte. «Tendrían que ser auténticos monstruos en el plano psicológico y una excepción vergonzosa en el plano histórico. Porque siempre que un gran líder muere por fidelidad a su causa, lo que suscita es precisamente un refuerzo en la adhesión y una subida en el prestigio»30. Aquí arguye usted de un modo de verdad singular. Su explicación podría ser plausible en el caso de un líder político condenado a muerte. «Los “criminales” de Roma eran los héroes del pueblo sometido por ella»31. Pero en el caso de uno que tiene la pretensión de ser el Mesías y el Hijo de Dios la muerte es derrota y fracaso. No puede usted esquivar este nudo, como hace el idealismo; no puede quitar el escándalo del Viernes Santo histórico y reducirlo al «Viernes Santo especulativo» (Hegel). La muerte en la cruz no es el “catalizador” de la Resurrección, es la hora de las tinieblas, cuando los amigos huyen. La iconografía cristiana ha empleado más de mil años para representar al crucificado durante los dolores de la muerte. ¿Cómo puede pensar que esa visión del Calvario, devastadora para quienes lo habían conocido, puede inducir a “imaginar” a uno que vence a la muerte? Su confianza de que del negativo procede el positivo es, en realidad, la última herencia de la dialéctica hegeliana. Si la dialéctica no es la ley de la historia su argumentación es sólo opinión.

«También en nuestros días vemos cómo esta tendencia manifiesta sus últimas consecuencias dramáticas, llegándose a negar, incluso entre los fieles que se dicen cristianos, el valor histórico de los testimonios inspirados o, más recientemente, interpretando de forma puramente mítica, espiritual o moral, la resurrección física de Jesús» Pablo VI

El Resucitado “invisible”

La fe de los discípulos no nace, pues, de “algo” nuevo –un acontecimiento– que sucedió después de la muerte de Cristo en la cruz. No nace de la experiencia turbadora, empírica, de un cuerpo herido que vuelve a revivir en formas nuevas, análogas respecto a la condición física anterior. No. La certeza de que Cristo resucitó depende sólo de la estructura, de lo trascendental, del horizonte precomprensivo de los discípulos, de un modelo teórico. Este modelo asume la forma de un silogismo: 1) Dios, justo, no puede no resucitar a todos los que mueren por la justicia. 2) Jesús, muerto en la cruz, es justo. 3) Jesús no puede no ser resucitado por Dios. La idea de Resurrección es una conclusión lógica, el resultado de un razonamiento.
Como escribe Giuseppe Barbaglio, en el número de Concilium preparado por usted y dedicado a “La resurrección de los muertos”, a los discípulos «les sucedió que de una catástrofe psicológica nació una “resurrección” personal: resurgieron a una experiencia nueva de confianza en Jesús. ¿Cómo pudo suceder? Se interrogaron, se pusieron a recordar las palabras y los hechos del Maestro, meditaron –se supone– las Escrituras y llegaron a la conclusión de que la resurrección espiritual de ellos no era una empresa autónoma: no era un proceso psicológico de elaboración del luto, de la pérdida, sino un don de la gracia del propio Jesús; y la interpretaron como “aparición”»32. Se trata de una deducción, de una «“aparición”» de Cristo, pero no a sus ojos, sino a su vida»33.

Las apariciones pascuales son interpretaciones, resultado de una operación mental cuya fuente se atribuye a Dios. El mentalismo –lo que anteriormente llamábamos idealismo– explica la negación de toda descripción realista, sensible, carnal, del Resucitado. «La presencia del Resucitado en sí misma no es accesible a los sentidos corporales y, por lo mismo, las “apariciones” en la justa medida en que fuesen “físicas” no podrían ser apariciones del Resucitado. Quien tome, más o menos, a la letra esos relatos tiene que contar con una interpretación: es decir, con un proceso mediante el cual algo ocurrido en el mundo induce en el protagonista el convencimiento de una presencia no-mundana, de carácter trascendente»34. Lo que se ve es el Jesús muerto, no el Jesús resucitado, el carácter trascendente de la Resurrección es incompatible con una experiencia empírica: «Tocar con el dedo al Resucitado, verle venir sobre las nubes del cielo o imaginarle comiendo son pinturas de innegable corte mitológico»35. La «visión del Resucitado […] carece sencillamente de sentido»36, más aún, «es imposible»37.


La Resurrección no es un milagro, «en el sentido de acontecimiento empíricamente verificable»38, no es un «acontecimiento histórico»39. Situada en el espacio de la acción trascendente de Dios carece de visibilidad en el mundo. Se vuelve cierta sólo en cuanto corresponde a la estructura, al modelo mesiánico-apocalíptico que, en Cristo, halla una representación ejemplar. «En concreto, a través del destino de Jesús, la comprensión de la acción resucitadora del “Dios de vivos”, ya antes descubierta en su sentido fundamental, alcanzó su culminación»40. La experiencia de los discípulos no reside aquí en la «ruptura de la historia mediante procesos milagrosos», sino «en la captación e interpretación correcta de aquello que la situación concreta en cuanto determinada por la acción salvadora de Dios […] está manifestando a la conciencia creyente»41.

El cristianismo, de Acontecimiento –hecho nuevo que irrumpen en la historia, presencia “carnal” de lo divino en el mundo– se transforma aquí en hermenéutica, interpretación, captación. No podría ser de otro modo, dado que en el plano empírico no sucede nada, nada fenoménicamente revelable. «La resurrección acontece en la misma cruz»42, no hay un hiato entre la muerte y la resurrección de Jesús, la «teología de los tres días»43 es insostenible. Como lo es también la del «estado intermedio»44 que separa el destino de las almas de la resurrección corporal en el último día. Esto es posible porque –y aquí, permítame, reside todo el equívoco de su lectura– la resurrección no indica la resurrección de la carne. Para usted “repensar la resurrección” significa purificar la creencia en la supervivencia personal después de la muerte de todo carácter fisicista. Esto explica su aceptación tranquila del «sepulcro no vacío»45 de Jesús, la afirmación sobre la «preservación de la identidad de Jesús, a pesar de la permanencia de su cadáver en el sepulcro»46. Cristo resucita como espíritu, no en su humanidad corporal. No resucita el cuerpo ni solamente el alma, «sino la “persona” en su nueva (para nosotros incomprensible) configuración en cuanto contrapuesta al “cadáver”»47.

En el dualismo entre alma-persona y corporalidad su reflexión halla la clásica oposición entre Hélade e Israel que Oscar Cullmann llevó a consecuencias extremas. La creencia en la resurrección corporal, tal y como se expresa en las narraciones pascuales, es para usted una consecuencia de la mentalidad judía de los discípulos. «Dado su contexto cultural y su antropología, no podían pensar ni expresar de otra manera la experiencia que estaban viviendo»48. Los discípulos podían pensar la Resurrección sólo a partir del «carácter prevalentemente unitario de la antropología bíblica»49. Estos «interpretando la resurrección de Jesús en los esquemas de un acontecimiento empírico (tumba vacía, apariciones físicas), hicieron cuanto entonces era culturalmente posible»50. Igual que para Bultmann, un judío del siglo I no podía ver el mundo más que dentro de la envoltura del mito. No “veía” cosas reales; “interpretaba”. Veía dentro de una “visión del mundo” (Weltanschauung) que deformaba su mirada. Este presupuesto del historicismo postilustrado, según el cual sólo nosotros, hombres del siglo XX-XXI, somos capaces de distinguir entre imaginación y realidad, le lleva a negar la posibilidad de que los discípulos sean testigos oculares51, a negar valor jurídico a sus testimonios52. «Hoy sabemos que las narraciones [del Cristo resucitado] no pueden tomarse a la letra, pues son construcciones imaginativas con base en los recuerdos del Jesús a quien los discípulos habían visto y oído»53.

¡Las descripciones de las apariciones del Resucitado son «construcciones imaginativas»! Personalmente, si yo pensara así no sería cristiano, sino el más radical de los idealistas. Las apariciones pascuales, en el horizonte idealista, son construcciones teológicas, no descripciones de hechos que poseen importancia teológica. Lo son al igual que los milagros, incluido el de la resurrección de Lázaro, que tiene valor sólo como «ilustración simbólica»54 de la resurrección de todos. «El milagro de Lázaro nunca sucedió; el milagro de Lázaro sucede siempre»55. Esta es de verdad la teología del no acontecimiento.

«“No está limitado a las fronteras del espacio y del tiempo. Se mueve con una libertad nueva, desconocida en la tierra, pero al mismo tiempo se afirma claramente que es Jesús de Nazaret, en carne y hueso, tal como vivió antes con los suyos, y no un fantasma”. [...] Por tanto, no se trata solamente de una supervivencia gloriosa de su yo» Pablo VI

El espíritu (idealista) contra la letra (realista)

En mi artículo anterior criticaba su postura en cuanto idealista. En su carta se sorprende usted de esta crítica y afirma que es decididamente “realista”. La lectura de Repensar la resurrección me confirma, sin embargo, que su perspectiva está totalmente dentro del punto de vista idealista-trascendental. Este es el punto de vista que le lleva a negar la posibilidad de una experiencia empírica de Cristo resucitado. Le lleva a negar todo carácter físico, evidentemente de una fisicidad transformada, a Jesús resucitado. De ahí el modo ambiguo con que usted usa el término “resurrección” que, desde su punto de vista, es una «metáfora peligrosa»56. Efectivamente, su “deconstrucción” de la narración evangélica, que quiere conservar el “espíritu” superando la “letra”, deja en el lector –son palabras suyas– «una cierta sensación de artificio, cuando no de inexégesis, introduciendo en los textos lo que de ninguna manera está en ellos»57. Le confirmo, desde mi punto de vista, que la impresión es justa. La violencia hermenéutica, propia de la postura idealista, es la de invertir el orden de las causas y de los efectos. En el caso de la Resurrección esto implica que lo que viene después (la fe en el Resucitado) es la causa de lo que viene antes (la vista del Resucitado). Así usted recoge los argumentos de Wolfhart Pannenberg, derivados de Paul Althaus, de que el kerygma de la Resurrección «no hubiera podido sostenerse en Jerusalén ni un sólo día, ni una hora, si el vacío de la tumba no constase a todos los interesados como un hecho real»58. Para la antropología judía no era posible creer en Jesús resucitado si su cadáver seguía presente en la tumba. Reconoce usted que, en este caso, se trata de argumentaciones “serias”, y, sin embargo, concluye, al revés, que « la experiencia de la resurrección de Jesús hizo que los discípulos creyeran la tradición de la tumba vacía»59. Añade que «la hipótesis del sepulcro no vacío permite una lectura mucho más coherente y de mayor fuerza significativa [sic!]»60. ¿Por qué, le pregunto, por qué la hipótesis del sepulcro no vacío debería ser más plausible? Desde el punto de vista racionalista lo comprendo: vale aquí la explicación de que los discípulos, a escondidas, robaron el cadáver. Pero, ¿desde el punto de vista de la narración evangélica? Usted mismo reconoce que en el caso del sepulcro vacío «exegéticamente no es posible decidir la cuestión, pues, en puro análisis histórico, hay razones serias tanto para la afirmación como para la negación»61. Aun suponiendo que sea así, ¿por qué optar, entonces, por la hipótesis del sepulcro no vacío? La respuesta puede ser solamente una: porque usted acepta el kantismo de Bultmann como un axioma indudable. Por una opción filosófica, no por una evidencia exegética. Usted opta por Bultmann, convencido de que sólo así puede comunicarse el “espíritu” del Evangelio al hombre moderno. Rechaza la “letra” por una especie de apologética esclava del idealismo moderno. De este modo el mensaje cristiano puede volver a ser accesible a oídos que no quieren oír hablar de milagros y de un Resucitado de carne y hueso. Se omite que el escándalo ante un resucitado de entre los muertos se encuentra ya en la reacción pagana al discurso de Pablo en el Areópago de Atenas (Hch 17, 31-32). Su racionalismo quiere quitar esa posibilidad. Es típico el modo en que usted resuelve el dilema de la tumba vacía, esto es, afirmando que «superadas las adherencias imaginativas que representan al Resucitado como vuelto a una figura (más o menos) terrena, y tomado en toda su seriedad el carácter trascendente de la resurrección, la permanencia o no del cadáver pierde su relevancia»62. Si el Resucitado no tiene ninguna relación con su propio cuerpo el problema del cadáver, presente o no presente en el sepulcro, deja de tener importancia. Se trata, sin embargo, de una violencia hermenéutica que no des-mitologiza el “mito”, sino que, al contrario, reduce a mito todo lo que en el texto evangélico tiene valor histórico. Lo puede hacer porque lo que guía la exégesis es una precomprensión filosófica originaria que ya ha decidido, preliminarmente, que lo divino no puede manifestarse y actuar en forma humana. Así en Bultmann «sus conclusiones exegéticas no son el resultado de constataciones históricas, sino que provienen de un conjunto estructurado de presupuestos sistemáticos»63. Esto lo reconoce usted también cuando afirma que «no es la exégesis de detalle la que acaba decidiendo la interpretación final, sino la coherencia del conjunto»64. Esta coherencia ha de ser capaz de «ofrecer una respuesta a las legítimas exigencias de la cultura actual»65, donde por “cultura actua”l se entiende el racionalismo postidealista. De este modo, el horizonte filosófico decide de la hermenéutica del texto bíblico. Asume una prioridad ideal. Así se comparte totalmente el horizonte de Bultmann el cual «está convencido de que los hechos, tal y como los describe la Biblia, no pueden haber sucedido, y encuentra métodos que deberían mostrar cómo sucedieron en realidad. A este nivel, la exégesis moderna comporta una “reductio historiae in philosophiam”: la historia es reconducida a la filosofía y mediante la filosofía»66. Una exégesis auténtica, por el contrario, no puede excluir a priori que Dios pueda intervenir y actuar “sensiblemente” en la historia humana. Esta hipótesis es la Revelación cristiana.

«Y la Iglesia exhorta, siempre bajo la guía de san Agustín, a buscar las soluciones mediante el estudio y la oración: “Hay que aconsejar a los estudiosos de las Sagradas Letras no sólo el conocimiento de las diversas expresiones de los libros sagrados... sino también, y esto es lo más importante y necesario, que oren para entender”» Pablo VI

Una cristología docetista

El racionalismo filosófico se expresa en la persuasión de que la expresión “resurrección de la carne” sea un mero «simbolismo»67, un modo para decir que Cristo, incluso después de la muerte, siguió siendo la misma persona. Pero, de este modo, cae el núcleo de la posición cristiana. Si Cristo no resucitó “en la carne”, el Verbo no se encarnó verdaderamente. Negar la “fisicidad” de la Resurrección es como negar la realidad de la Encarnación. La afirmación del Prólogo de Juan –Et Verbum caro factum est (Jn 1, 14)– tiene como consecuencia la posibilidad de la experiencia empírica del Resucitado. La vista de Jesús “vivo” es la condición de posibilidad de la fe. Pensar de otro modo es acceder a la “cristología docetista” de Bultmann para el cual, en el dualismo entre evento y palabra, «la realidad, es decir, la existencia concreta y carnal de Cristo y la del hombre en general, queda excluida del ámbito del significado»68. A diferencia de Bultmann, para quien el Resucitado está sólo en la predicación, en el kerygma, usted cree en la realidad de Cristo después de su muerte, pero es una “realidad” que no comprende la carne. Cristo es “inmortal”, al igual que Heracles, al igual que todo hombre que muere. ¿Por qué, entonces, creer en él? ¿Por qué la comprensión de la acción resucitadora de Dios «alcanzó su culminación»69 en Jesús, una «culminación insuperable»70? Si Cristo es sólo el «primogénito de los difuntos»71, como todo hombre que muriendo resucita, si su «primacía cronológica se ahonda en primacía ontológica»72, ¿dónde está la diferencia entre Cristo y lo humano en general? ¿Qué tiene de especial la vida del Cristo “mayéutico”, socrático, al que se le han quitado milagros y señales de lo divino como restos “mitológicos”? En el dualismo entre el espíritu y la letra la figura de Jesús se divide entre el Jesús histórico que, según el modelo arriano, es un hombre virtuoso asumido por Dios, y el Jesús divino, resucitado, el cual asume una forma “docetista”. Un Cristo “gnóstico”, no judío, para el cual la carne no es útil para la salvación, por un lado, y no es redimida de la corrupción de la muerte, por el otro. El nuevo paradigma, que usted auspicia, lucha aquí contra la visión judía, en dirección de una perspectiva gnóstica. Lo reconoce también usted cuando afirma que «la antropología bíblica […] difícilmente permitía concebir y representar la resurrección sin contar con el cuerpo físico. De ahí la insistencia en el elemento visual y sensible […] tal vez influido también por la polémica antignóstica»73. Se trata de un punto importante. En su cristología la naturaleza humana no es asumida realmente. Su Resucitado, sin cuerpo, trasporta inevitablemente la cristología en un horizonte docetista.

Tres consideraciones finales

Termino mi respuesta con tres observaciones. La primera: acogiendo la desmitologización bultmanniana cree usted que reconcilia cristianismo y pensamiento moderno. El precio de esta reconciliación, sin embargo, es precisamente la falta de interés de la ilustración por el cristianismo. A diferencia del idealismo hegeliano, para el que la religión está “superada” en la filosofía, la ilustración lucha contra el cristianismo en el plano de la verdad histórica. Lo demuestra, actualmente, el interés, incluso polémico, de la cultura laica por el Jesús de Nazaret de Benedicto XVI74. Quitándole valor histórico a la narración evangélica, “mitizando” la historia, usted no sólo quita el terreno de la disputa sino también el de un posible interés. Si el Evangelio, cuando habla de milagros, es mítico, no escapará a este juicio tampoco su Resucitado de quien nadie pudo ver ni el aspecto ni la forma. Su “espectro” no escapa a la crítica de Kant contenida en los Träume eines Geistersehers. En realidad, su posición antiempirista es una toma de posición contra la ilustración, un rechazo a dialogar y medirse con este tipo de cultura. Y en segundo lugar es un rechazo a confrontarse con esa parte del pensamiento del siglo XX, de ascendencia judía –desde el dialogisch Denken (Buber, Rosenzweig), a la Escuela de Frankfurt (Horkheimer, Adorno) y al mesianismo político (Benjamin– en el que el tema de la redención de la carne y de la historia tiene un valor crucial. Su idealismo impide, además, toda posible valorización de las tendencias realistas que surgen en la estética contemporánea, tendencias en las que emerge un interés hacia la resurrección cristiana entendida como «prueba estética de la posibilidad de la esperanza»75.

Su posición anti-estética me lleva a la segunda observación. Su visión del Cristo resucitado, que «no tiene –ni puede tener– ninguna de las cualidades físicas que constituían su cuerpo mortal»76, presenta más de una analogía con la posición iconoclasta que emerge de la carta de Eusebio de Cesarea a la hermana del emperador Constantino, Constanza, estudiada por Christoph Schönborn en un importante volumen77. Para el obispo Eusebio no era posible representar a Cristo en icono porque, después de su muerte, su cuerpo glorioso ya no tenía ninguna analogía con el cuerpo mortal. Para usted «verlo [al Resucitado], significaría ver algo empírico y finito: no Dios, sino un ídolo. Y así, negar la posibilidad de las apariciones empíricas es el único modo de garantizar la auténtica realidad del Resucitado»78. Ver a Dios en forma humana es idolatría. La prohibición veterotestamentaria vuelve, en usted, en la prohibición de “representar” la Resurrección. El Cristo resucitado de Piero della Francesca, así como la Incredulidad de Tomás del Caravaggio, pertenecen al arte del pasado, a la visión mitológica del mundo propia de una era en la que el cristianismo está marcado por una fe ingenua y popular.


«Ante este misterio nos quedamos llenos de admiración y de asombro, como ante los misterios de la Encarnación y del nacimiento virginal. Por tanto, dejémonos introducir con los apóstoles en la fe en Cristo resucitado, la única que puede traernos la salvación» Pablo VI

La tercera y última observación concierne a una persuasión suya de fondo. Más de una vez afirma usted que «ningún teólogo responsable toma hoy a la letra las narraciones pascuales»79. Afirma, además, que «en los tratamientos serios ha desaparecido la insistencia en los “milagros” –por lo demás, como queda indicado, comprendidos ahora como “signos” que no rompen el funcionamiento de las leyes naturales–, o en las proclamaciones directas de su divinidad por parte de Jesús; se insiste, por el contrario, en la “cristología indirecta”»80. Ahora bien, a parte lo opinable del término “serios”, quisiera detenerme en ese “ningún teólogo responsable”. ¿Cómo puede afirmar esto? Usted mismo reconoce que algunos de los mayores teólogos del siglo XX están firmemente convencidos de la plena atendibilidad de las narraciones pascuales. Come Karl Barth que, en su Dogmatica, «acentúa cada vez más el realismo temporal de las apariciones y la tumba vacía, […], insistiendo en el carácter único, por físico y sensible, de la experiencia apostólica»81. Como Wolfhart Pannenberg que subraya la historicidad y la realidad de las apariciones y el significado del sepulcro vacío82. Como Rudolf Pesch que, en una especie de autocrítica de su primera posición, escribe: «Las visiones del Resucitado –que yo considero corrigiendo mi opinión anterior, suficientemente garantizadas como acontecimientos históricos– eran visiones en las que Jesús apareció a testigos como Hijo del Hombre»83. Como N. T. Wrigth, al que usted reconoce, entre los que actualmente arguyen a favor de la facticidad del Resucitado «seriedad y amplia erudición»84. A estos puede añadirse Karl Rahner en la medida en que no se ajusta al nuevo paradigma. «Mantiene todavía, en efecto, el esquema heredado de la resurrección de Jesús como un “hecho singular”, en el sentido de distinguir “entre la resurrección de Jesús [ya acontecida] y nuestra resurrección [todavía] esperada”»85.
Barth, Pannenberg, Pesch, Wright, Rahner, son nombres de «no alineados» que deduzco de su estudio. No son desde luego los únicos. Recuerdo, entre otros, al gran discípulo de Bultmann, Heinrich Schlier, que cita usted pero de paso, para el cual en las narraciones pascuales “ver a Jesús” no es «una conclusión deductiva que sería sugerida por las representaciones usuales (judías) […]. No se trata de un “ver a Jesús” que se aclara luego por una interpretación, sino que se trata de una percepción inmediata de Jesucristo que se deja percibir resucitado y exaltado»86. Schlier y los autores indicados anteriormente son protagonistas del siglo XX teológico, no pueden ser encasillados como “conservadores”. Su importancia, el hecho de que permanezcan fieles al modelo tradicional en la lectura de los textos pascuales debería invitar a una cautela mayor respecto a la “universalidad” del nuevo paradigma, que, por lo demás, no es completamente “nuevo” pues tiene (desde Strauss en adelante) por lo menos dos siglos87. Debería invitar a ser cautos sobre su pretendida “evidencia” e indudabilidad. Usted mismo reconoce que su «reflexión se mueve necesariamente en un terreno hipotético»88. Si es así, ¿cómo puede estar tan seguro de ella y reprocharles a Rahner, Pannenberg, Pesch que sigan firmes en una lectura literal, mitológica, del texto evangélico? ¿No es acaso ingenuo pensar que la “verdadera” comprensión de la Revelación comienza sólo ahora, tras permanecer “embotellada” en el envoltorio del mito durante dos milenios? ¿Dónde estaba el Espíritu durante este tiempo? ¿Trabajaba come el “topo”, de hegeliana memoria, para perforar la forma de la “representación” (Vorstellung) y llegar al concepto? No pienso que usted crea de verdad esto.
http://humanitas.cl/html/destacados/jesus/4.html

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