Homilía en la Misa Crismal
S.I.C.B.M., Oviedo,
2 de abril de 2012
Querido Sr. Arzobispo emérito, D. Gabino, hermanos sacerdotes, diácono, religiosas, seminaristas y fieles laicos: paz y bien.
Tras el camino cuaresmal hemos llegado a la semana más importante de nuestro calendario cristiano. El domingo pasado, junto a nuestras comunidades en la Iglesia diocesana, rememoramos la entrada de Jesús en Jerusalén, verdadero pórtico de su pasión, muerte y resurrección que en estos próximos días celebraremos en el triduo pascual.
Con los hosannas de nuestro reconocimiento al bendito que viene en nombre del Señor, no hemos dejado de acoger a Jesús que ha entrado también en nuestras vidas. Lo ha hecho con la discreción de un Dios que no es jamás intruso. No dejará nunca de esperar a nuestra puerta (cf. Apoc 3,20), a la que de mil modos seguirá llamando con respeto y con amor hasta que nosotros finalmente algún día la abramos de par en par.
Dentro de esta Santa Semana tiene lugar la Misa Crismal. Puedo deciros que es un momento esperado cada año, cuando con el pueblo de Dios que inmerecidamente su Iglesia me ha confiado, celebro estos sagrados misterios con todos vosotros, sacerdotes, consagrados y fieles cristianos laicos. Aunque tiene una relevancia muy especial esta Misa para los sacerdotes, toda la Iglesia del Señor participa y es hermoso cuando de las distintas parroquias y comunidades religiosas os acercáis a esta celebración como testigos fraternos de lo que quienes fuimos llamados a seguir a Cristo uniéndonos a su Sacerdocio, vamos a renovar ante Él, nuestro Hermano Mayor, y ante vosotros su pueblo.
Permitidme esta vez que me dirija a los sacerdotes de nuestro presbiterio diocesano de hermano a hermanos, cor ad cor loquitur y que centre mis palabras en la renovación de nuestras promesas sacerdotales.
Cor ad cor loquiturbr> Acabamos de escuchar en la segunda lectura del libro del Apocalipsis: que «Aquel que nos amó… nos ha hecho sacerdotes de Dios» (Apoc 1, 5-6). Nuestro sacerdocio no es una conquista religiosa, no es fruto de una oposición que hayamos aprobado, menos aún es una prebenda a la que teníamos derecho, sino un don que se nos ha regalado por una misteriosa llamada de parte de quien tanto nos amó.
Quizás, según van pasando los años, o quizás con muy pocos meses transcurridos, de pronto esta llamada gratuita, este amor vocacional de parte de Dios, deja de conmovernos, no suscita en nosotros el agradecimiento, no nos mueve a un servicio a los hermanos en las cosas de Dios, y entonces –cuando esto sucede– surge la medida mundana con la que vemos y comparamos nuestro sacerdocio, apropiándonos de lo que únicamente y sólo ha sido un don. Renovar las promesas sacerdotales significa volver a ese amor primero de quien primeramente nos amó, y amándonos nos llamó, para luego con amor ser enviados a través de la Iglesia para anunciar de mil modos una Buena Noticia. Tanto más será creíble esta buena nueva en nuestros labios al predicarla, tanto más será buena y nueva en nuestros brazos que la reparten como una bendición, si ha sido buena nueva en nuestro corazón cada mañana, en cada tramo de nuestro camino, en cada circunstancia de nuestra vida, tengamos la edad que tengamos, estemos cada cual donde estamos, y sea cual sea nuestro pesar o nuestro llanto, nuestra esperanza y nuestra sonrisa. No somos vendedores a comisión de una noticia ajena, sino testigos gozosos de una Buena Nueva tan nuestra, que ha llenado de esperanza nuestros días.
Unidos al Señor y custodios de la alegría de los hermanos
Se nos preguntarán dos cosas que no deben sonar a retórica y gastada convención. La primera será sobre unirnos fuertemente a Cristo configurándonos con Él, renunciando a nosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes por amor al Señor que aceptamos gozosos el día de nuestra ordenación para servir a la Iglesia.
Es todo un examen humilde de nuestra vida que tiene que ver con nuestra relación personal con Jesucristo, una relación de amistad íntima que debemos nutrir y no dejar que se seque o diluya hasta el aburrimiento aburguesado o hasta la agitación ideologizada de nuestra particular revolución. Unirnos al Señor como se hace con un auténtico amigo junto al que nuestra vida se hace más verdadera, crece, madura, sin poner precio de ningún tipo a nuestra entrega. Por el contrario, si hay tristeza, si hay resentimiento, si hay insidia en nosotros y entre nosotros, no podemos hablar ni de amistad con Cristo ni entre nosotros, sino tan sólo de una torpe complicidad que no nos hace felices de veras, ni contribuye a la felicidad de los demás. Somos custodios de la alegría de los hermanos, como el Señor que nos ha llamado custodia la nuestra. Esto significa configurarnos con Él, porque nuestra figura trasluce la suya sin opacarla, y logramos ser imagen y semejanza del Sacerdote que se nos presentó como Buen Pastor.
La segunda pregunta que se nos hará tiene que ver con nuestro ministerio de dispensar a los hermanos los misterios de Dios que la Iglesia nos confía. Repartimos no nuestras genialidades y estrategias, sino la salvación del Señor. Es la Palabra de Dios en nuestros labios junto con la Eucaristía y los demás sacramentos en nuestras manos, para salir al encuentro de quienes esperan escuchar palabras que tengan vida y signos con los que ellos se sepan vendados, nutridos, fortalecidos y abrazados. No somos, ciertamente, magos de Oz ni magos del martillo; no somos gurús de piedades abstractas ni turiferarios de inciensos prohibidos. Acercamos con sencillez y fidelidad la salvación del Salvador Jesús, y por eso logra quitar las cadenas a los hermanos sin atarles a las nuestras, e ilumina sus oscuridades sin eclipsarles con nuestras tinieblas, y limpia sus pecados con la misma gracia que nos arranca a nosotros de nuestras pobrezas. Al preguntarnos cómo predicamos y cómo celebramos la liturgia y los sacramentos, no estamos haciendo un examen traicionero sobre lo que ignoramos o sabemos, o sobre la estética con la que celebramos, sino sobre lo que se escucha en nuestros labios y sobre lo que repartimos con nuestras manos.
Pero la vida de un sacerdote no funciona con horario comercial, sino que es eso: una vida, no un trabajo según la mundana mentalidad. Esa vida ha sido alguna vez joven y ha soñado, ha acertado a vivirse y desvivirse de tantos modos con las personas que hemos encontrado, a las que hemos sabido acoger y escuchar, bendecir y acompañar, consolar y comprender, sin poner tarifa a nuestra entrega, sin pretender bienes interesados según el capricho de nuestro catálogo. La vida sacerdotal es eso, sí: una vida. No un rato, mientras duran las ganas, mientras nos conviene el paripé, o mientras no se acabe el contrato. Una vida, que sabe también de desgaste, de soledad, de incomprensión, de debilidades, errores y callejones sin salida. Una vida que es probada por la enfermedad, que merma y se envejece. Pero una vida que no cambia la entrega, ni traiciona el amor con el que se afana por Dios y por los hermanos, aunque las fuerzas y las circunstancias puedan haber cambiado.
Kyrie eleison, adelphos eleison
Esto es lo que renovaremos, hermanos. Hoy, especialmente hoy, cuando os contemplo aquí en este cenáculo fraterno junto a Cristo Sacerdote, permitidme que vuelva a daros las gracias y a pediros perdón. Lo hago cada año reestrenando con dolor mi kyrie eleison al Señor y mi adelphos eleison a los que me han sido dados. ¿Por qué un perdón? Porque no siempre soy testimonio de fidelidad ante cuanto se nos preguntará ahora renovando nuestras promesas sacerdotales. Y alguna vez debéis escuchar que vuestro obispo es pobre como vosotros, que tiene dificultades como vosotros, incoherencias y pecados como los vuestros, que se cansa y que igual que cada cual necesita ser acompañado. Que sabiendo que no puedo dar lecciones de tantas cosas, no siempre soy discípulo que dejo actuar al único Maestro. Y si digo lo que no debo o por cobardía me quedo en silencio, no ayudo a confirmar la fe de mi Pueblo. O si hago lo que no quiero o me inhibo comodonamente, no estoy dando la vida como vemos en Cristo Pastor Bueno.
Pero dejadme que también os diga que cada mañana, cuando me levanto y me pongo de rodillas para dar gracias por el día a Dios, y beso este anillo que significa que esta Diócesis un día tomó posesión de mi vida (y no al revés), vuelvo a pedir la gracia de ser hijo de Dios, hijo de la Iglesia y hermano vuestro. No siempre estaré a la altura, no siempre tendré la entraña de padre, no siempre seré sabio, ni santo, ni bueno, pero lo deseo con todas mis fuerzas, lo pido con todo denuedo. Y esta es hoy, ante vosotros, mi renovación sacerdotal añadida: no sólo unirme a Cristo, configurarme con Él, prometer lo que le prometí por amor suyo cuando me llamó y que acepté gozoso el día de mi ordenación sacerdotal y mi ordenación episcopal. No sólo eso, sino también mi sincero perdón por no llegar, por no estar más cerca, por no saber acompañar desde la verdad y desde el afecto a cada uno de vosotros, mis compañeros. Sí, compañeros, que significa que compartimos el pan, ese Pan que es Cristo y cuya gracia repartimos.
Pero junto a mi perdón, mucho más os quiero dar las gracias, por vuestro ministerio sacerdotal. No os canséis nunca de estar siempre comenzando. Que la oración os haga más y más cristianos, y como hemos aprendido en Jesús Sacerdote, sepamos madrugar los días o anochecer las tardes buscando la Palabra y la Belleza del Padre Dios. Y con una entrega como de quien sirve, pongámonos al servicio de aquellos a los que somos enviados de parte del Señor, para darles lo que necesitan en sus almas y en sus cuerpos, en sus soledades y en sus miedos, en sus esperanzas y en sus ensueños.
Gracias a los que tenéis años y años gastados sin calendario laboral, y tenéis viva en vosotros la llama del Señor que os hace mozos misacantanos cada día que subís al altar de vuestra alegría o servís a los hermanos. Gracias a los que en la larga travesía de la edad madura, habéis surcado caminos y destinos entre bonanzas y borrascas sin haber olvidado el amor primero. Gracias a los que estáis empezando la aventura como sacerdotes novicios en el breve tiempo de vuestro ministerio, porque no hacéis de vuestra fuerza una arrogancia, ni ponéis condiciones a daros con frescura dócil y generosa, porque en vuestra incondicional entrega está vuestra alegría. Gracias a los que os dejasteis enviar y estáis dispuestos a ser enviados todavía sin apropiaros de vuestra edad, de vuestra experiencia, de vuestra apetencia porque el Señor seguirá repartiendo con vosotros gracia, paz, bondad, esperanza, como milagro de maravilla.
El Espíritu del Señor está sobre nosotros, y nos envía para dar la Buena Noticia a los pobres de todas las pobrezas, para anunciar la libertad a todos los cautivos sean cuales sean sus cadenas, y para dar la luz a tantos ciegos que no logran ver a Aquel para quien se abrieron un día sus ojos. Así nos ha dicho hoy el evangelio (cf. Lc 4, 16-21). Y cómo suenan estas palabras cuando en nuestro mundo hay heridas, hay incertidumbres, hay violencias y hay miedos. Ser heraldos de una Buena Noticia para la gente que sufre vendando sus corazones desgarrados, como nos ha dicho el profeta Isaías (cf. Is 61, 1-3).
Tendremos presentes a los hermanos ancianos, a los que están enfermos, a los que puedan estar atravesando un momento de prueba o de confusión. Y pediremos de un modo especial por los hermanos que desde la última Misa Crismal nos han dejado por haberles llamado el Señor traspasando el umbral de la muerte e iniciando la espera la resurrección.
Los óleos de catecúmenos, de enfermos y el santo crisma que bendeciremos, nos hagan también portadores del bálsamo de Dios que con su misericordia no deja de salir a nuestro encuentro cuando como catecúmenos le buscamos, como dolientes le esperamos y como testigos suyos fortalecidos con su crisma de mil modos le testimoniamos.
El Señor os bendiga y os guarde.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
S.I.C.B.M., Oviedo,
2 de abril de 2012
Querido Sr. Arzobispo emérito, D. Gabino, hermanos sacerdotes, diácono, religiosas, seminaristas y fieles laicos: paz y bien.
Tras el camino cuaresmal hemos llegado a la semana más importante de nuestro calendario cristiano. El domingo pasado, junto a nuestras comunidades en la Iglesia diocesana, rememoramos la entrada de Jesús en Jerusalén, verdadero pórtico de su pasión, muerte y resurrección que en estos próximos días celebraremos en el triduo pascual.
Con los hosannas de nuestro reconocimiento al bendito que viene en nombre del Señor, no hemos dejado de acoger a Jesús que ha entrado también en nuestras vidas. Lo ha hecho con la discreción de un Dios que no es jamás intruso. No dejará nunca de esperar a nuestra puerta (cf. Apoc 3,20), a la que de mil modos seguirá llamando con respeto y con amor hasta que nosotros finalmente algún día la abramos de par en par.
Dentro de esta Santa Semana tiene lugar la Misa Crismal. Puedo deciros que es un momento esperado cada año, cuando con el pueblo de Dios que inmerecidamente su Iglesia me ha confiado, celebro estos sagrados misterios con todos vosotros, sacerdotes, consagrados y fieles cristianos laicos. Aunque tiene una relevancia muy especial esta Misa para los sacerdotes, toda la Iglesia del Señor participa y es hermoso cuando de las distintas parroquias y comunidades religiosas os acercáis a esta celebración como testigos fraternos de lo que quienes fuimos llamados a seguir a Cristo uniéndonos a su Sacerdocio, vamos a renovar ante Él, nuestro Hermano Mayor, y ante vosotros su pueblo.
Permitidme esta vez que me dirija a los sacerdotes de nuestro presbiterio diocesano de hermano a hermanos, cor ad cor loquitur y que centre mis palabras en la renovación de nuestras promesas sacerdotales.
Cor ad cor loquiturbr> Acabamos de escuchar en la segunda lectura del libro del Apocalipsis: que «Aquel que nos amó… nos ha hecho sacerdotes de Dios» (Apoc 1, 5-6). Nuestro sacerdocio no es una conquista religiosa, no es fruto de una oposición que hayamos aprobado, menos aún es una prebenda a la que teníamos derecho, sino un don que se nos ha regalado por una misteriosa llamada de parte de quien tanto nos amó.
Quizás, según van pasando los años, o quizás con muy pocos meses transcurridos, de pronto esta llamada gratuita, este amor vocacional de parte de Dios, deja de conmovernos, no suscita en nosotros el agradecimiento, no nos mueve a un servicio a los hermanos en las cosas de Dios, y entonces –cuando esto sucede– surge la medida mundana con la que vemos y comparamos nuestro sacerdocio, apropiándonos de lo que únicamente y sólo ha sido un don. Renovar las promesas sacerdotales significa volver a ese amor primero de quien primeramente nos amó, y amándonos nos llamó, para luego con amor ser enviados a través de la Iglesia para anunciar de mil modos una Buena Noticia. Tanto más será creíble esta buena nueva en nuestros labios al predicarla, tanto más será buena y nueva en nuestros brazos que la reparten como una bendición, si ha sido buena nueva en nuestro corazón cada mañana, en cada tramo de nuestro camino, en cada circunstancia de nuestra vida, tengamos la edad que tengamos, estemos cada cual donde estamos, y sea cual sea nuestro pesar o nuestro llanto, nuestra esperanza y nuestra sonrisa. No somos vendedores a comisión de una noticia ajena, sino testigos gozosos de una Buena Nueva tan nuestra, que ha llenado de esperanza nuestros días.
Unidos al Señor y custodios de la alegría de los hermanos
Se nos preguntarán dos cosas que no deben sonar a retórica y gastada convención. La primera será sobre unirnos fuertemente a Cristo configurándonos con Él, renunciando a nosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes por amor al Señor que aceptamos gozosos el día de nuestra ordenación para servir a la Iglesia.
Es todo un examen humilde de nuestra vida que tiene que ver con nuestra relación personal con Jesucristo, una relación de amistad íntima que debemos nutrir y no dejar que se seque o diluya hasta el aburrimiento aburguesado o hasta la agitación ideologizada de nuestra particular revolución. Unirnos al Señor como se hace con un auténtico amigo junto al que nuestra vida se hace más verdadera, crece, madura, sin poner precio de ningún tipo a nuestra entrega. Por el contrario, si hay tristeza, si hay resentimiento, si hay insidia en nosotros y entre nosotros, no podemos hablar ni de amistad con Cristo ni entre nosotros, sino tan sólo de una torpe complicidad que no nos hace felices de veras, ni contribuye a la felicidad de los demás. Somos custodios de la alegría de los hermanos, como el Señor que nos ha llamado custodia la nuestra. Esto significa configurarnos con Él, porque nuestra figura trasluce la suya sin opacarla, y logramos ser imagen y semejanza del Sacerdote que se nos presentó como Buen Pastor.
La segunda pregunta que se nos hará tiene que ver con nuestro ministerio de dispensar a los hermanos los misterios de Dios que la Iglesia nos confía. Repartimos no nuestras genialidades y estrategias, sino la salvación del Señor. Es la Palabra de Dios en nuestros labios junto con la Eucaristía y los demás sacramentos en nuestras manos, para salir al encuentro de quienes esperan escuchar palabras que tengan vida y signos con los que ellos se sepan vendados, nutridos, fortalecidos y abrazados. No somos, ciertamente, magos de Oz ni magos del martillo; no somos gurús de piedades abstractas ni turiferarios de inciensos prohibidos. Acercamos con sencillez y fidelidad la salvación del Salvador Jesús, y por eso logra quitar las cadenas a los hermanos sin atarles a las nuestras, e ilumina sus oscuridades sin eclipsarles con nuestras tinieblas, y limpia sus pecados con la misma gracia que nos arranca a nosotros de nuestras pobrezas. Al preguntarnos cómo predicamos y cómo celebramos la liturgia y los sacramentos, no estamos haciendo un examen traicionero sobre lo que ignoramos o sabemos, o sobre la estética con la que celebramos, sino sobre lo que se escucha en nuestros labios y sobre lo que repartimos con nuestras manos.
Pero la vida de un sacerdote no funciona con horario comercial, sino que es eso: una vida, no un trabajo según la mundana mentalidad. Esa vida ha sido alguna vez joven y ha soñado, ha acertado a vivirse y desvivirse de tantos modos con las personas que hemos encontrado, a las que hemos sabido acoger y escuchar, bendecir y acompañar, consolar y comprender, sin poner tarifa a nuestra entrega, sin pretender bienes interesados según el capricho de nuestro catálogo. La vida sacerdotal es eso, sí: una vida. No un rato, mientras duran las ganas, mientras nos conviene el paripé, o mientras no se acabe el contrato. Una vida, que sabe también de desgaste, de soledad, de incomprensión, de debilidades, errores y callejones sin salida. Una vida que es probada por la enfermedad, que merma y se envejece. Pero una vida que no cambia la entrega, ni traiciona el amor con el que se afana por Dios y por los hermanos, aunque las fuerzas y las circunstancias puedan haber cambiado.
Kyrie eleison, adelphos eleison
Esto es lo que renovaremos, hermanos. Hoy, especialmente hoy, cuando os contemplo aquí en este cenáculo fraterno junto a Cristo Sacerdote, permitidme que vuelva a daros las gracias y a pediros perdón. Lo hago cada año reestrenando con dolor mi kyrie eleison al Señor y mi adelphos eleison a los que me han sido dados. ¿Por qué un perdón? Porque no siempre soy testimonio de fidelidad ante cuanto se nos preguntará ahora renovando nuestras promesas sacerdotales. Y alguna vez debéis escuchar que vuestro obispo es pobre como vosotros, que tiene dificultades como vosotros, incoherencias y pecados como los vuestros, que se cansa y que igual que cada cual necesita ser acompañado. Que sabiendo que no puedo dar lecciones de tantas cosas, no siempre soy discípulo que dejo actuar al único Maestro. Y si digo lo que no debo o por cobardía me quedo en silencio, no ayudo a confirmar la fe de mi Pueblo. O si hago lo que no quiero o me inhibo comodonamente, no estoy dando la vida como vemos en Cristo Pastor Bueno.
Pero dejadme que también os diga que cada mañana, cuando me levanto y me pongo de rodillas para dar gracias por el día a Dios, y beso este anillo que significa que esta Diócesis un día tomó posesión de mi vida (y no al revés), vuelvo a pedir la gracia de ser hijo de Dios, hijo de la Iglesia y hermano vuestro. No siempre estaré a la altura, no siempre tendré la entraña de padre, no siempre seré sabio, ni santo, ni bueno, pero lo deseo con todas mis fuerzas, lo pido con todo denuedo. Y esta es hoy, ante vosotros, mi renovación sacerdotal añadida: no sólo unirme a Cristo, configurarme con Él, prometer lo que le prometí por amor suyo cuando me llamó y que acepté gozoso el día de mi ordenación sacerdotal y mi ordenación episcopal. No sólo eso, sino también mi sincero perdón por no llegar, por no estar más cerca, por no saber acompañar desde la verdad y desde el afecto a cada uno de vosotros, mis compañeros. Sí, compañeros, que significa que compartimos el pan, ese Pan que es Cristo y cuya gracia repartimos.
Pero junto a mi perdón, mucho más os quiero dar las gracias, por vuestro ministerio sacerdotal. No os canséis nunca de estar siempre comenzando. Que la oración os haga más y más cristianos, y como hemos aprendido en Jesús Sacerdote, sepamos madrugar los días o anochecer las tardes buscando la Palabra y la Belleza del Padre Dios. Y con una entrega como de quien sirve, pongámonos al servicio de aquellos a los que somos enviados de parte del Señor, para darles lo que necesitan en sus almas y en sus cuerpos, en sus soledades y en sus miedos, en sus esperanzas y en sus ensueños.
Gracias a los que tenéis años y años gastados sin calendario laboral, y tenéis viva en vosotros la llama del Señor que os hace mozos misacantanos cada día que subís al altar de vuestra alegría o servís a los hermanos. Gracias a los que en la larga travesía de la edad madura, habéis surcado caminos y destinos entre bonanzas y borrascas sin haber olvidado el amor primero. Gracias a los que estáis empezando la aventura como sacerdotes novicios en el breve tiempo de vuestro ministerio, porque no hacéis de vuestra fuerza una arrogancia, ni ponéis condiciones a daros con frescura dócil y generosa, porque en vuestra incondicional entrega está vuestra alegría. Gracias a los que os dejasteis enviar y estáis dispuestos a ser enviados todavía sin apropiaros de vuestra edad, de vuestra experiencia, de vuestra apetencia porque el Señor seguirá repartiendo con vosotros gracia, paz, bondad, esperanza, como milagro de maravilla.
El Espíritu del Señor está sobre nosotros, y nos envía para dar la Buena Noticia a los pobres de todas las pobrezas, para anunciar la libertad a todos los cautivos sean cuales sean sus cadenas, y para dar la luz a tantos ciegos que no logran ver a Aquel para quien se abrieron un día sus ojos. Así nos ha dicho hoy el evangelio (cf. Lc 4, 16-21). Y cómo suenan estas palabras cuando en nuestro mundo hay heridas, hay incertidumbres, hay violencias y hay miedos. Ser heraldos de una Buena Noticia para la gente que sufre vendando sus corazones desgarrados, como nos ha dicho el profeta Isaías (cf. Is 61, 1-3).
Tendremos presentes a los hermanos ancianos, a los que están enfermos, a los que puedan estar atravesando un momento de prueba o de confusión. Y pediremos de un modo especial por los hermanos que desde la última Misa Crismal nos han dejado por haberles llamado el Señor traspasando el umbral de la muerte e iniciando la espera la resurrección.
Los óleos de catecúmenos, de enfermos y el santo crisma que bendeciremos, nos hagan también portadores del bálsamo de Dios que con su misericordia no deja de salir a nuestro encuentro cuando como catecúmenos le buscamos, como dolientes le esperamos y como testigos suyos fortalecidos con su crisma de mil modos le testimoniamos.
El Señor os bendiga y os guarde.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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