viernes, 24 de mayo de 2013

El monasterio



Los monasterios son una escuela del servicio del Señor. En los monasterios, los monjes sirven a Dios, en el monasterio el moje intenta vivir  cada día un poco mejor como lo pide el Evangelio: esto debería de ser el programa de cada bautizado, de cada cristiano. Cada uno de nosotros, los nacidos de nuevo, somos según la palabra de Dios “sacerdotes”: Más vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable.” (1Pedro 2 ,9)  Los monjes viven en comunidad con unas  normas que ordenan  todas las cosas para que, en el trabajo, el silencio y sobre todo en las oraciones, el mundo, ayudado de sus hermanos, encuentre a Dios.

Los monjes viven en el monasterio en comunidad, y ésta debe convertirse en una verdadera familia. La vida de esta familia se ordena por unas Normas; y essas normas dan la  definición del monje.

Descubrir si el motivo que  impulsa a pedir la entrada en el monasterio es la búsqueda de Dios y no una huida de algún problema. Este debe de ser el principal motivo por el que se llame a las puertas del monasterio. Todas las demás cosas ha de girar en torno a este ideal.

Un monje debe de ir motivado al monasterio porque debe comprender que Dios es bueno y   digno de todo su amor, y en adelante, no puede hacer otra cosa que darse por entero a Él. Y comprender que al darse entero a Él no abandona en absoluto a sus hermanos los hombres, ni a su familia ya que   si se entrega totalmente a Dios aprovecha a la familia humana entera.

El silencio es algo imprescindible para que podamos escuchar a Dios. Si sabemos escuchar a Dios en el silencio, nuestros corazones se disponen para oír mejor la Palabra de Dios, asimilarla y cumplirla  más y de de todo corazón. El silencio  ha de ser el ambiente que envuelva la jornada del monje.

No olvidemos que Dios capacitó a David en la soledad. David necesitaba aprender las grandes lecciones de la vida estando talmente solo antes de que pudiera ser merecedor de responsabilidades y del reconocimiento de su pueblo.
La naturaleza fue la nodriza de David, su compañera y su maestra.

La soledad tiene cualidades propias formadoras del carácter. Una persona que necesite de las voces exteriores para sobrevivir carece de profundidad. Si uno no puede estar solo consigo mismo es porque tiene conflictos sin resolver. La soledad nos ayuda a enfrentar esos conflictos.

La soledad también fue uno de los maestros que capacitó al joven David para el trono.

La experiencia de David fue en la soledad, y en la monotonía. Las desérticas tierras que constituyen parte de la meseta de Judea no presentan rasgos de gran belleza, pues por el contrario son desoladas y rigurosas formadoras de carácter.

Dios capacita a su mejor personal en el anonimato. David tuvo que estar solo en medio de la naturaleza y fue allí en donde aprendió por primera vez a ser rey. Seguro que durante muchas noches estuvo sentado solo bajo las estrellas y seguramente que el sonido del silencio le pareció ensordecedor. Los siervos de Dios no son al principio visibles, ni apreciados, ni aplaudidos. El carácter se siembra en las duras exigencias del anonimato y, aunque parezca extraño las personas que aceptan el silencio son las mejores preparadas para recibir el aplauso de la popularidad.
La monotonía nos lleva a la experiencia de ser fieles en las tareas cotidianas, insignificantes, comunes y aburridas. Este es el método favorito de Dios para capacitarnos.

La valentía de David le venía de estar solo delante de Dios. Un hombre que aprendió a enfrentar la realidad aún cuando nadie le estaba observando.

En la escuela de la soledad es donde aprendemos a ser hombres y mujeres de Dios. Y así podemos llegar a ser como David; hombres y mujeres de Dios

La vida del monje y de todos los cristianos ha de consistir en seguir a Cristo, que se hizo humilde. Y arrepentirnos sinceramente  de nuestros pecados y conscientes de todas nuestras limitaciones, así como de haber sido rehabilitados por la misericordia divina, debemos buscar la gloria de Dios, y no la nuestra.
Sea que estemos comiendo, o bebiendo, o haciendo cualquier otra cosa los cristianos debemos esforzarnos por hacer todas las cosas para la gloria de Dios” (1 Cor. 10:31)

Las familias que tienen hijos deberían enseñarles la piadosa costumbre de rezar todas las noches y de bendecir la mesa. El niño aprende así a valorar la oración desde pequeño.

La infancia es la edad en que se echan raíces y se ponen las bases de nuestra personalidad y, por lo tanto, es una etapa decisiva para el resto de toda nuestra vida.
Lo que sembramos en la familia en el corazón de un niño o una niña dará su fruto en la vida adulta.
En la transmisión de la fe en la familia también las oraciones deben ocupar un lugar importante y formar parte integrante del proceso educativo de nuestros hijos. En los momentos más trágicos de la existencia, la verdadera fuerza que ayuda a no deprimirse es la oración, invocación de la ayuda de Dios y al mismo tiempo recurso a aquella luz, aquel consuelo, aquellas energías que pueden llegar solo de nuestra fe en Dios.

Un padre y una madre pueden dejar poco en herencia a sus hijos, pero si les dejan el don de la fe les transmiten el bien más valioso del que disponemos en esta tierra: la luz que ilumina el camino, dando sentido y valor a nuestras obras.







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