EN EL PRINCIPIO NO FUE ASÍ
1. Había sacerdotes en tiempos de Jesús, una jerarquía
sagrada, y en esa línea algunas tradiciones del AT (sobre todo en el
Levítico) habían desarrollado una teología del sacerdocio, centrada en la
pureza ritual, que los fariseos querían extender a todo el pueblo. Pero en su
conjunto la identidad de Israel era histórica, profética y sapiencial, con una
fuerte dosis de apocalíptica, no venía dada por una jerarquía de tipo sagrado.
En el Nuevo Testamento los sacerdotes de Jerusalén, a quienes el mismo Pilatos
considera envidiosos (Mc 14, 10), se muestran contrarios a la visión de Jesús y
de sus primeros seguidores. Pero el judaísmo posterior (la federación de
sinagogas) dejó de ser sacerdotal, y lo mismo hizo el cristianismo, aunque en
formas distintas.
Normalmente, desde el comienzo de los tiempos conocidos,
los sacerdotes del antiguo oriente dependían de los jefes de clan y de los
reyes, con quienes estaban se hallaban vinculados; por eso, no solía haber
un sacerdocio institucional autónomo, pues el mismo patriarca o rey actuaba
como sacerdote. En esa línea, al institucionalizarse las funciones sociales,
políticas y religiosas del pueblo aparecieron también en Jerusalén y en otros
santuarios de Israel, tribus o grupos sacerdotales (levíticos), sin tierras
propias, especializados en sacrificios y oráculos. Destacaron entre ellos los
"hijos" de Aarón, aunque al principio no tenían gran poder, ni
formaban una casta superior, pues la vida estaba regulada por normas de alianza
social o tribal. La situación cambió con la restauración, tras la vuelta del
exilio (el 539 a.C.), cuando el judaísmo se volvió comunidad del templo, de
manera que triunfó y se impuso el Sumo Sacerdote como autoridad superior, por
imperativo del imperio persa, bajo el cual quedaron los judíos.
Judea se estructuró en ese tiempo como pueblo sagrado,
una especie de estado-templo, bajo el Sumo Sacerdote y su consejo, por
delegación del rey persa (o de los imperios siguientes: helenista, romano).
Lógicamente, la Ley sacerdotal, centrada en el Levítico, pero extendida, de
algún modo, en todo el Pentateuco, presentaba al Sacerdote como autoridad
socio-religiosa, ceremonial y jurídica, añadiendo una vez por año la función
suprema de entrar en Sancta Sanctorum del templo, donde intercedía por el
pueblo (cf. Lev 16). En esa línea, el Sumo Sacerdote tendió a tomar casi todos
los poderes sociales y religiosos, apareciendo como cabeza del pueblo, aunque
no logró hacerlo nunca del todo, pues siguió existiendo una fuerte identidad
laical (representada por laz tendencias laícales del Deuteronomio y por los
profetas).
Esa situación se mantuvo durante el dominio helenista (tras
el 332 a.C.), como muestra el Eclesiástico o Ben Sira (200-180 a.C.), que
incluye un largo Himno a los padres o antepasados (Eclo 44-50) donde se exalta
la memoria de los grades levitas: Aarón el fundador (Eclo 44, 6-22), Finés el
celoso (45, 23-26) y Simón, el nuevo sacerdote (en torno al 200 a.C; cf. Eclo
50, 1-24), a quien la Misná, Abot 1, 2, recuerda como uno de los fundadores de
la Gran Sinagoga. En esa línea, el sucesor de Aarón tendía a ser, al mismo
tiempo, líder nacional (jefe político), jerarca religioso (oficiante sacral) y
maestro (educador legal), reuniendo los tres poderes que Flavio Josefo (Contra
Apión B, XVI, 165) ha condensado y descrito como teocracia o gobierno de Dios.
El poder sacerdotal tendió a ser absoluto,
pero no lo consiguió, y así a partir de la conquista romana (64
a.C.) las funciones volvieron a escindirse, con un Gobernante (rey herodiano
vasallo o procurador romano) como poder civil, y un Sacerdote como poder
religioso (¡como en la Edad Media cristiana, con un Papa y un Emperador),
aunque los dos poderes se hallaban vinculados, pues se necesitaba, y además,
algunos grupos judíos (como los de Qumrán) no aceptaron el sacerdocio oficial.
En este contexto se extendieron varios grupos judíos, unos de línea más
sacerdotal (saduceos), otros de piedad laical (fariseos) y/o más centrados en
la política (varios tipos de celosos), con visiones divergentes de la tradición
religiosa. Ciertamente, los sacerdotes tenían mucho poder, pero no todo, en el
pueblo.
2. No fue sacerdote, sino laico, en la línea de los
profetas y pretendientes mesiánicos, sanadores carismáticos y sabios
populares, entre los grupos que había en Israel, retomando los aspectos básicos
de la experiencia profética, en una línea no sacerdotal. Por eso, a lo largo de
su ministerio no se enfrentó básicamente con los sacerdotes, sino que se
mantuvo fuera del campo de su influjo, e incluso les suplantó, ofreciendo el
perdón de Dios sin acudir para ello a los ritos sacerdotales del templo, y
además comparte con los hombres y mujeres de pueblo la comida sagrada. sin
pasar por el templo (multiplicaciones). De todas formas, en el momento clave de
su vida, subió a Jerusalén, no para someterse a los sacerdotes, sino para
enfrentarse con ellos, mostrando que el templo había realizado su función y no
tenía ya valor sagrado (Mc 11, 15-17).
No tomó títulos sacerdotales ni rabínicos,
sino que actuó como un simple ser humano (hijo de hombre), sin
ordenaciones jurídicas, ni documentaciones acreditativas. No fue ungido para
ejercer un ministerio sacral en el templo, ni recibió otro tipo de órdenes
sagradas, sino que fue un judío marginal, un galileo de extracción
campesina, obrero de la construcción (albañil o carpintero), sin tierras
propias, ungido directamente por el Espíritu de Dios, como dirá la tradición
cristiana, a partir de su bautismo bajo Juan (Mc 1, 9-11).
Había sido por un tiempo discípulo del Bautista, profeta
del juicio de Dios que actuaba en el desierto (allende el Jordán), como otros
muchos en el pueblo, sin que eso implicara ningún tipo de ministerio
sacerdotal. Pero a Juan le mataron, y Jesús tuvo la certeza de que Dios le
impulsaba a proclamar e instaurar su Reino (perdón y concordia universal),
empezando por los enfermos, marginados y excluidos de Israel (judíos), sabiendo
que después se abriría todos los hombres y mujeres, sin necesidad de
sacerdotes.
Animado por esa certeza, dejó el desierto y comenzó a
instaurar el Reino de Dios en Galilea, sin papeles ni sellos sagrados que
lo acreditaran, simplemente como un israelita consciente de su identidad y su
tarea. No era un espíritu del cielo (como algunos esperaban, en la línea de
Henoc o Elías), ni quiso hacerse rey, ni fue sacerdote o guerrero sagrado, sino
un maestro popular, un carismático, ofreciendo enseñanza de Reino y salud a
quienes le acogieran y escucharan.
Fue pues un laico o seglar, maestro y sanador espontáneo,
sin estudios ni titulaciones, al interior de las tradiciones de Israel (en
línea profética), fuera de los organismos sacerdotales, políticos y doctrinales
(escribas) de su entorno. Creía que Dios era Padre de todos, y así promovió
un movimiento de sabiduría popular (enseñanza), curación (salud) y comunión
entre los marginados a quienes despertaba, acompañaba y animaba, como a
destinatarios y herederos del Reino de Dios (cf. Mt 5, 3; 11, 5; Lc 6, 20; 7,
22).
Por estado y vocación, era un marginal, y así podía
estar en el centro de todo el pueblo: Estaba convencido de que sólo al
margen (fuera del sistema instituido) podía plantarse la obra de Dios, no desde
el poder dominante. No utilizó medio de reclutamiento y separación clasista
(con un tipo de personas superiores para transformar a las inferiores), como
han hecho los grupos de poder. No adiestró a un posible grupo de combatientes
(celotas), ni fundó una agrupación de especialistas puros (fariseos), ni un
resto de llamados (esenios), sobre la masa perdida. No apeló al dinero, ni a
las armas, ni educó un plantel de funcionarios bien capacitados.
No necesitó edificios, ni oficiales a sueldo,
sino que proclamó e instauró el Reino de Dios, sin
mediaciones jerárquicas. Habló con parábolas que todos podían entender (aunque
haciéndoles cambiar su forma de pensar) y actuó con gestos que todos podían
asumir, abriendo cauces personales de solidaridad entre excluidos y
necesitados, como sanador y exorcista (especializado en expulsar demonios) y,
sobre todo, como amigo de los pobres. Acogió (perdonó) a los excluidos, y
compartió la comida a campo abierto con aquellos que venían a su lado, buscando
salud, compañía o esperanza, cuidando de un modo especial a los niños, enfermos
y expulsados de la sociedad.
No fue un soñador ingenuo,
ajeno a la sociedad (un simple contra-cultural), pero tampoco un hombre del
orden social o religioso, como los políticos romanos o los sacerdotes de
Jerusalén. Pudieron compararle con los fariseos, que estaban iniciando un
camino de reconstrucción del judaísmo, en línea familiar y nacional, pero sin
dar primacía a la ley y a las normas nacionales de pureza; de esa forma puso el
servicio a los pobres por encima de las normas nacionales, de manera que su
movimiento pudo abrirse luego a todos los pueblos. Fue profeta y carismático,
al margen de la buena sociedad, para crear de esa manera un nuevo centro
humano, promoviendo la convivencia directa entre hombres, la comunicación
gratuita con Dios y entre los hombres.
3. Le condenaron los sacerdotes, amenazados por su
propuesta, en Jerusalén, donde subió a presentarla. Antes había ofrecido su
mensaje y solidaridad en las calles y pueblos de Galilea, con varones y
mujeres, enfermos y sanos, adultos y niños. No fue a las ciudades (Séforis,
Tiberíades, Tiro, Gerasa), probablemente porque no aceptaba aquellas
estructuras urbanas, dominadas por una organización clasista, bajo la
dominación de Roma. Quiso ser universal desde las zonas campesinas donde
habitaban los humildes, excluidos de la sociedad de consumo. De esa forma
volvió a los orígenes de la vida, de manera que en su mensaje podían caber (desde
Israel) todos, por encima de las leyes de separación nacional, social o
religiosa de la cultura dominante..
‒ Los primeros destinatarios de su proyecto eran pobres,
publicanos y prostitutas, hambrientos y enfermos, expulsados del sistema. Para
ellos vivió, desde ellos quiso iniciar su movimiento, del que dependen todas
las iglesias posteriores. Pero tenía simpatizantes y amigos, de la sociedad
establecida, a quienes pidió que se dejaran "curar" por los pobres,
poniéndose al servicio de la comunión del Reino.
‒ Se rodeó de seguidores y amigos, algunos de los cuales dejaban casas y
posesiones para acompañarle, y con ellos caminaba, iniciando un movimiento de
Reino. En esa línea, convocó a los Doce a quienes instituyó como representantes
y mensajeros del nuevo Israel (las doce tribus), y así les mandó predicar el
mensaje, sin autoridad administrativa o sacral (no eran sacerdotes ni
escribas), con la autoridad de la vida.
Así inicio un movimiento que desde Israel (Doce tribus) debía
abrirse luego a los pobres del entorno y después de todo el mundo. Por eso,
en el comienzo de su iglesia o comunidad mesiánica están los enfermos y
necesitados a cuyo servicio debían ponerse los Doce y los restantes seguidores.
No aportó una filosofía orgánica, ni una fórmula de integración forzada, un
programa económico o político, militar o religioso que dividiera a las personas
en grupos y estamentos de poder, sino que fue simplemente un hombre (hijo de
hombre), amigo de todos, desde los más pobres, y asísubió a Jerusalén, ciudad
del templo (cf. Mt 5, 35), para culminar su mensaje y presentar su causa ante
el Gran Sanedrín, integrado por ancianos-senadores y escribas.
Vino sin poderes exteriores, pero los sacerdotes, que
habían secuestrado al Dios del Templo, temieron y le acusaron a Pilatos,
Gobernador de Roma, quien también le vio de alguna forma como sedicioso. Murió
por el delito que haber anunciado (preparado) un Reino universal, que resultaba
peligroso para el Imperio y Templo. Los Doce y otros le habían acompañado hasta
Jerusalén..., pero al final le abandonaron. Uno de ellos le traicionó y los
restantes (incluso Pedro) se desconcertaron, temieron y huyeron.
4. Iglesia, comunidad de creyentes. Jesús murió
fracasado, pero su fracaso mostró que era verdad lo anunciado: su experiencia
de Dios, su esperanza de Reino (humanidad), curación y reconciliación
universal. Murió, pero algunos de sus seguidores, mujeres y varones, le
descubrieron vivo (resucitado) y re-iniciaron su proyecto.
No trazaron un único camino, sino varios. No estaban
preparados (pensaban que el Reino iba a llegar y lo resolvería todo), ni ellos
sabían cómo debería organizarse el movimiento, pero lo hicieron, pues el
recuerdo de Jesús y el impulso de espíritu, con la certeza de que había
culminado su obra en Dios les fortalecieron. De varias maneras (Pedro, los
doce, mujeres, parientes) retomaron la obra de Jesús y empezaron a
expandirla. No sabían al principio cómo, ni fijaron un Congreso
Instituyente para definir sus estructuras; pero el carisma y libertad de Jesús
les fue guiando para crear grupos de amigos y seguidores, vinculados por el
recuerdo y presencia de Jesús, iglesias fuertes en libertad mesiánica
(misionera, creadora), pero muy libres, capaces de adaptarse a las diversas
instituciones económicas o administrativas, sacrales o legales.
Los cristianos no tuvieron ministerios
iguales en todos los lugares, sino que actuaban de modos distintos, según los
grupos y las circunstancias. No recrearon el sacerdocio de templo,
pues todos se sentían sacerdotes, sin necesidad de templo como Jerusalén. Les
importaba más el mensaje que la organización, el carisma que la estructura, la
misión que el recuento de misionados. Por eso hubo formas distintas de vivir y
expresar la autoridad cristiana. Sólo más tarde, cuando estuvieron bien
establecidos, tendieron a unificar sus ministerios.
Hubo además varios grupos de cristianos, hebreos y
helenistas, en Jerusalén, en Galilea y la diáspora, como ríos que uniéndose
formaron la Gran Iglesia, pero sin dominar unos sobre otros. Por eso, el
principio no hubo uniformidad, sino diversos grupos, semi-independientes,
varias formas de entender la unidad y ministerios, según las circunstancias,
desde el mismo Cristo.
La iglesia de Jerusalén se mantuvo por un tiempo fiel al
templo, pero otros cristianos como Esteban vieron que el mensaje y vida de
Jesús significaba el fin del templo, y así lo vieron al fin todos, sin
necesidad de crear una casta o grupo sacerdotal, pues sus gestos o ritos
(bautismo, perdón, eucaristía) pertenecían a todos los creyentes.
5. Un cuerpo mesiánico, varios ministerios. En
ese contexto se sitúan los diversos ministerios, de tipo laical, no sacerdotal,
como sabemos por Pablo, que escribe sus cartas hacia el 50 d.C. El Nuevo
Testamento (completado hacia el 150 d.C.) no conoce una tabla fija de
ministerios ordenados, que surgirán más tarde, a finales del II d.C.,
distinguiendo obispos, presbíteros y diáconos, que al principio eran
ministerios laicales (del pueblo), no sacerdotales (de una élite), siempre al
servicio del cuerpo de la Iglesia:
Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu
es el mismo; diversidad de servicios (diaconías), pero el
Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero Dios es el mismo, el que
obra todo en todos (1 Cor 12, 4-6).
Eran ministerios laicales, no grados de un
nuevo sacerdocio, eran propios de todos los cristianos,
entendidos como templo de Dios. Lo primero fue por tanto el "cuerpo"
mesiánico, animado por el Espíritu, la comunión de los creyentes, que son en
Cristo sacerdotes de una nueva alianza (cf. Hebreos, 1 Pedro y Apocalipsis). Al
servicio y para despliegue de ese cuerpo surgieron por tanto ministerios de
apóstoles, profetas y maestros, servidores de diverso tipo, subordinados al
amor y perdón mutuo (cf. 1 Cor 13; Mt 18).
La iglesia es por tanto un cuerpo centrado en la comunión de todos, no una
jerarquía (unos arriba, otros abajo), en reciprocidad, partiendo de los
inferiores y menos honrados que, como sabe la tradición, son los más
importantes (Mc 9, 33-37; 10, 35-45; 1 Cor 12, 12-26). Un tipo de ley eleva a
quienes pueden realizar obras más altas, fundando así una sociedad piramidal.
En contra de eso, la comunión cristiana se expresa en claves de comunión de
todos, y el primer puesto lo tienen los pobres y excluidos (pecadores). Los
ministerios no sirven para repartir funciones y méritos entre los más capaces,
sino para anunciar y expresar la salvación de Dios a todos por el Cristo.
Fuente Xabier Pikaza.
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