Xabier Pikaza uno de los mejores teólogos de este país. Después de toda una vida hablando de Jesús y del Evangelio.
Nació el 12 del VI de 1941 en Orozko, Euskadi.
– Ha cursado estudios en la Universidad Pontificia de Salamanca (Doctor en Teología), en la Universidad de Santo Tomas (doctor en Filosofía) y en Instituto Bíblico (Roma); ha ampliado estudios en las universidades de Hamburg y Bonn (Alemania).
– Ha sido religioso de la Orden de la Merced y presbítero de la Iglesia católica, siendo catedrático de la Universidad del Episcopado Español. Ha debido abandonar la enseñanza oficial y ha renunciado a la vida religiosa. Actualmente está casado con M. Isabel Pérez Chaves.
– Doctor en Teología por la Univ. Pontificia de Salamanca (1965), con una tesis sobre Dialéctica del Amor en Ricardo de San Víctor
– Doctor en Filosofía por la Univ. de Santo Tomás de Roma (1972), con una tesis sobre Exégesis y filosofía en R. Bultmann
– Licenciado y candidato a doctor en Sagrada Escritura por el Instituto Bíblico de Roma (1972)
Creció en una familia con ambiente de trabajo, y en una orden religiosa (la Merced) donde el trabajo intelectual era importante... Estudió mucho siendo profesor de la Pontificia de Salamanca (1973-2003)... y después, cuando le "echaron" le hicieron el gran favor: le cerraron la inmensa mayoría de las puertas "oficiales" ¡Qué favor le hicieron! Algunos tenían miedo a su palabra; ha tenido y tiene ahora tiempo y libertad para escuchar y proponer con Mabel, en amor de Iglesia, la gran Palabra de un evangelio como el Marcos y ahora con el libro sobre la historia de Jesús, que la Editorial Verbo Divino ha tenido la valentía de editar.
He aquí un creyente, un teólogo más, que necesita salir “del marco institucional” de la Iglesia para ser fiel al espíritu de la Vida. Es muy fuerte para el que debe hacerlo, y es muy fuerte para la institución eclesial que un maestro espiritual como Xabier Pikaza deba abandonarla para poder seguir siéndolo. Amigo Xabier, también lo hizo Jesús de Nazaret: fiel al corazón de la Vida y dispuesto a lo que viniera, rompió con su familia, con su profesión y su digno salario de carpintero, con sus relaciones sociales, y también en el fondo –lo más duro de todo- con el sistema religioso del Templo y de la Ley.
Pienso que el libro de Xabier Pikaza resultará duro para los clerigos y para el clericalismo, porque se arrogan un lugar especial injustificado e intolerable, aunque también conozco a sacerdotes y obispos cuyo espíritu de servicio es admirable.
Pienso que el libro de Xabier Pikaza resultará duro para los clerigos y para el clericalismo, porque se arrogan un lugar especial injustificado e intolerable, aunque también conozco a sacerdotes y obispos cuyo espíritu de servicio es admirable.
Ha enseñado como maestro de la fe independiente, sigue amando a una iglesia que le ha negado su autoridad de profesor católico.Y todo desde su mente y su voluntad abiertas al amor y a la comprensión.
La importancia de Pikaza en la teología, en la expansión, en la comprensión de la doctrina de Cristo y de la Iglesia es reconocida por muchos.
Su alimento espíritual está centrado en la vivencia de Cristo resucitado, en los valores evangélicos del amor más universal, concretizado en la vida real de cada día.
Ayer me decía un amigo que opinaba Xabier Pikaza sobre la muerte de Jesús, me decía que él no tenía muy claro porque Jesús se había dejado matar sin oponer resistencia. Pikaza en su libro hace una preciosa reflexión sobre la muerte de Jesús que me gustaría compartir y animar a todos los que visitáis mi blog a comprar el libro de Xabier, Creedme que merece la pena leerlo.
Todo lo que sigue es un extracto del libro de Xabier Pikaza sobre la muerte de Jesús publicado en la editorial Verbo Divino.
Entrada regia, un asno en el Monte de los Olivos
Llegó a Jerusalén de manera pacífica, pero muy provocadora, pues instaurar el Reino como él proponía, implicaba un reto para el sistema imperial de Roma y para la política sacerdotal del templo. Así vino, a pleno sol, en el momento y lugar más concurrido (el día primero de la semana de Pascua, desde el Monte de los Olivos), como pretendiente davídico (nazoreo), entre peregrinos galileos.
a. Mesías del asno. Venía por Jericó y debía pasar por el Monte de los Olivos, lugar clave en la tradición mesiánica de Israel (cf. Zac 14, 4), como recuerda Flavio Josefo, al hablar de un judío egipcio, que se apostó en ese mismo lugar, años más tarde, esperando la caída de los muros cercanos de Jerusalén, para tomar después la ciudad (cf. Ant 20, 169-172). Pero Jesús no anunció la caída de los muros, sino que quiso entrar directamente, montado sobre un asno pacífico, sin armas. Vino como mesías en la línea de David pero, a diferencia de su antepasado, no quiso tomar la ciudad, ni provocar militarmente a Roma, de manera que los soldados del César, que le vieron entrando, desde la Torre Antonia, quedaron sin intervenir, aunque Pilatos su jefe debió tener miedo y por eso, después, le condenó a morir, poniendo como “causa”: Jesús Nazoreo, Rey de los Judíos (Jn 19, 19; cf. cap. 34).
Vino como peregrino, con (como) otros galileos (por el camino de Jericó) y, de un modo especial, con sus discípulos, para celebrar en la ciudad la fiesta de la libertad del pueblo. Pensó que era tiempo de Dios, y en su nombre vino, realizando su signo, como Mesías del fin de los tiempos. Había cumplido su misión en Galilea, y llegó a culminar su tarea, ante las autoridades, entrando abiertamente sobre un asno, de manera no militar, pero muy provocadora, condenando a los poderes de la ciudad, e invitando a todos al Reino:
Y cuando se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte de los Olivos, envió a dos de sus discípulos con este encargo: Id a la aldea de enfrente. Y en seguida, entrando en ella, encontraréis un asno atado, sobre el que nadie ha montado todavía. Soltadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, le diréis: El Señor lo necesita y en pronto lo devolverá. Los discípulos fueron, encontraron un asno atado junto a la puerta, fuera, en la calle de fuera, y lo soltaron. Algunos de los que estaban allí les preguntaron: ¿Por qué desatáis el asno? Los discípulos les contestaron como les había dicho Jesús, y ellos se lo permitieron. Y llevaron el asno a Jesús, y colocaron encima sus mantos y él se sentó sobre él (Mc 11, 1-7).
Según Marcos (cf. 8, 31; 9, 31; 10, 32-33), Jesús debía suupone que le condenarían a muerte por hacer lo que hacía, pero, como siempre se ha dicho, las profecías de la Biblia no están ahí para que se cumplan de un modo fatalista, sino para abrir un camino, a fin de que que las cosas puedan situarse en el proyecto de Dios y entenderse mejor. Jesús había “profetizado” (previsto) su muerte, pero no para que le mataran, sino para que aquellos que podían matarle pensaran mejor cambiaran. Jesús no quería que le condenaran sino que los habitantes de Jerusalén le recibieran y se unieran a él, para esperar y promover el Reino (evitando su muerte). Así llegó, preparado para morir, pero con deseo de vivir, instaurando el Reino, pues éste era el momento de Dios.
Llegó para cumplir su promesa (la promesa de Dios: Jerusalén será ciudad del Reino, liberada, fraterna, sede de justicia…), pero sin medios militares o económicos para culminar su obra, sin autoridad sacerdotal o jurídica para imponer su propuesta. Vino “a cuerpo”, con los suyos, con los cantos de la liberación del pueblo, de manera muy provocadora, y de esa forma quedó en manos de las autoridades, que decidirían su suerte. Quería como he dicho que le recibieran, que los habitantes de Jerusalén acogieran el Reino de Dios, y así entró, montado sobre un asno, por el Monte de los Olivos, elevando su apuesta de Reino, en el lugar de máxima esperanza y conflicto de Israel, como profeta mesiánico, sabiendo que sólo un milagro (el milagro del Reino) podrá evitar la muerte.
El texto no dice que subió y montó en el asno (epibainô), como sería normal, sino que se sentó (ekathisen), como se sienta el rey sobre su trono. Probablemente, el evangelio de Marcos quiere evocar la imagen de Salomón entronizado sobre la mula de David, su padre, a quien sucede (cf. 1 Rey 1). Pero Jesús no se monta y asienta en la mula de un rey anterior, sino sobre un asno nuevo (prestado). Dos discípulos lo buscan y lo traen, y él toma allí su asiento (trono), como rey mesiánico, iniciando la procesión más provocadora de la historia humana, la Marcha del Reino, a la vista de todos, hasta la ciudad, acusando sin armas a todos los guardianes armados del mundo. Él mismo ha preparado y trazado su entrada, pero sus discípulos colaboran, como actores principales, tomando en sus manos la iniciativa de los acontecimientos[i]:
– Cuando se acercaban a Jerusalén por Betfagé y Betania (Mc 11, 1a-b). El relato empieza con la evocación de la ciudad del Gran Rey (cf. Sal 48, 3), donde Jesús entrará como portador y heredero de las promesas mesiánicas, en nombre de aquellos a quienes ha prometido el Reino. No es fácil reconstruir el itinerario, pues Betania (= Casa de la Aflicción), se encuentra más lejos de Jerusalén, a unos tres km del templo, al otro lado del Monte de los Olivos, mientras que Betfagé (=Casa de los Higos) está ya casi en el mismo Monte de los Olivos, a la vista del templo (a un km de distancia). Parece que el texto debería haber dicho que pasaron por Betania (lugar de preparación) y que, al llegar a Betfagé (a las puertas de Jerusalén), Jesús quiso disponer el asno. Pero el orden de los lugares está invertido, y no sabemos por qué.
– Junto al Monte de los Olivos (11, 1c). Ésta es la indicación más importante, pues Zac 14, 4 había dicho que Yahvé se manifestará sobre ese monte, partiéndolo en dos, para que pasen los triunfadores mesiánicos, entrando victoriosos en Jerusalén. Por su parte, Flavio Josefo recuerda que el año 56 dC, un judío egipcio, de nombre desconocido, subió con gran gentío al Monte de los Olivos, anunciando desde allí la caída de los muros de Jerusalén, pero Félix, gobernador romano, mató a muchos y apresó a otros, aunque parece que el instigador logró escapar con vida (Ant 20, 8, 6; cf. Bell 11, 13, 5). Pues bien, Jesús quiso entrar por ese monte, pero sin abrirlo en dos ni anunciar la caída de Jerusalén, sin armas de Guerra, en un asno de paz.
– Asno prestado y nuevo (11, 2-6). Marcos ha concedido mucha importancia a la preparación del asno, que dos discípulos deben pedir prestado (pues su amo, Jesús, no posee ni un asno). El texto supone que Jesús tenía conocidos en la zona del asno, a la entrada de la aldea (que parece ser Betfagé), en el amphodos o “calle de circunvalación”. El asno no es suyo, él no tiene ninguno, pero cuenta con amigos que se lo prestan, un asno nuevo, no un caballo guerrero (cf. Zac 9, 9), asno de rey (es decir, no domado todavía), pues un rey no podía cabalgar sobre un asno o caballo montado por otros. Este asno es un signo regio de vida campesina y de concordia, animal de campo y labranza, no de guerra (Zac 9, 9; cf. Gen 49, 11; Num 19, 2; Dt 21, 3; 1 Sam 6, 7), que sirve a Jesús para decir que no quiere imponerse por las armas, sino con un señorío distinto, retomando las tradiciones campesinas de su pueblo[ii].
– Preparación y entronización (11, 7). Los discípulos cumplen lo que Jesús ha pedido, para que el Kyrios, Señor (11, 3) entre en su ciudad, como rey pacífico, peregrino del Reino entre los galileos, que vienen a Jerusalén por el Monte de los Olivos. Como el asno no tiene arnés, ni aparejos (¡es un asno nuevo, nunca montado), los discípulos extienden sus propios vestidos (sus mantos) en la grupa, para que así Jesús pueda montar con dignidad. Es un asno nuevo, no domado, un signo de paz, y Jesús puede entrar sobre su grupa en la ciudad, bajando por el monte de los Olivos, el lugar por el que ha de llegar Dios (no los muchos conquistadores que han tomado desde allí militarmente la ciudad, a lo largo de los siglos).
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b. Entrada mesiánica, un signo para ser interpretado. No viene a morir (que le maten), sino para remover la conciencia de los dueños de la ciudad (soldados, sacerdotes), para que se dejen cambiar y le reciban, y acepten su Reino. Viene sabiendo que pueden matarle, pero él mismo les provoca, dejan que los suyos les provoquen con el gesto de la entrada y con el canto.
Y muchos tendieron sus mantos por el camino y otros hacían lo mismo con ramas que cortaban en el campo. Los que iban delante y detrás gritaban: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las Alturas! (Mc 11, 8-10)
Éste pasaje ha sido recreado por la tradición, y cada evangelista (cf. Mt 12, 1-9; Lc 19,28-38; Jn 12, 12-16) lo ha matizado. Pero en su fondo hay un recuerdo histórico: Jesús entró en la ciudad entre peregrinos de pascua, con gesto provocador, que remite a David, antiguo rey militar, conquistador armado (2 Sam 5, 6-16), proclamando así la llegada del Reino de Dios (y condenando implícitamente a los que actúan como reyes del mundo, soldados y sacerdotes de Jerusalén). David había tomado la ciudad para instaurar un reino político. Jesús, en cambio, viene como peregrino mesiánico, para celebrar la Pascua que ha de ser el tiempo decisivo del Paso de Dios, instauración del Reino, dejando que sus discípulos y seguidores entiendan e interpreten el gesto como una parábola del gran cambio de los tiempos.
Es posible que sus discípulos no entiendan del todo lo que él quería, sino que le acompañan con otras esperanzas e intenciones, formando un cortejo ambiguo, soñando en un tipo de dominio sobre la ciudad, quizá en un pacto con los sacerdotes. De todas maneras, ellos parecen protagonistas de un triunfo que ha de llegar, y Jesús les deja hacer. Antes había pedido silencio (cf. Mc 8, 30), que no digan que es el Cristo. Ahora quiere mostrarse abiertamente (aunque con asno prestado, sin ejército ni medios económicos). Sus discípulos pueden pensar que Dios cambiará pronto las cosas; Pedro (cf. Mc 8, 32) y los Zebedeos (cf. 10, 35-37) que ha llegado la hora de su triunfo.
En ese contexto anterior deben vincularse al fin las estrategias de los diversos intérpretes del drama: Discípulos de Jesús y galileos que vienen como peregrinos, esperando la llegada del Reino en las fiestas de pascua; habitantes de Jerusalén, autoridades... Jesús suscita el gesto, provoca y espera: Ha preparado el signo, se sienta como rey en el asno, y deja que otros le sigan, iniciando una liturgia mesiánica intensa, de insurrección intensa, dramática, que definirá todo lo que sigue (reacción de las autoridades, abandono de los discípulos, su muerte).
Por un momento, él deja que los discípulos hagan y así viene, sentado sobre un asno, rodeado de un cortejo mesiánico, ante las puertas de Jerusalén. En un sentido, todo parece normal, es tiempo de fiesta, y en un primer momento Pilato no interviene; también él deja que pasen las cosas, esperando quizá que todo se resuelva por sí mismo, y que los galileos vuelvan pronto a su tierra, pues el signo del asno y los cantos no son en principio peligrosos en plano militar. Otros peregrinos entraban también en la ciudad, siguiendo un ritual en parte semejante (con salmos rituales o de peregrinación: Sal 129-133), aunque, quizá, sin gestos de asnos y cantos tan altos de reino. Ciertamente, el gesto es peligroso (y el gobernador terminará teniendo que matar a Jesús por lo que hace al entrar así en la ciudad), y, en sí mismas, llegada de Jesús y las mismas palabras del canto pueden entenderse en sentido convencional, como expresión de una fiesta judía de pascua aceptada en principio por Roma.
Toda la escena, condensada en las palabras del himno, es una parábola con fin abierto. Jesús ha iniciado el gesto, pero después ha dejado que sus seguidores galileos lo interpretan y actúen, para así discernir lo que puede ser su próximo signo, su compromiso siguiente por el Reino. Por ahora, los sacerdotes y los soldados callan, dejando que el profeta galileo se defina y manifieste su postura. Sea como fuere, la entrada nos sitúa ante el momento culminante del proyecto de Jesús. No está en juego una visión espiritual de Dios, sino su presencia y acción en la historia, empezando por Jerusalén; Jesús tiene que ver y decidir cuál será el siguiente paso ya en la ciudad.
Así han presentado los evangelios la trama de Jesús, su entrada a la ciudad. Mientras los galileos cantan al que viene en nombre de Dios (¡benditos los que suben a la fiesta!: cf. Sal 118, 25-26), anunciando el Reino, la ciudad de los sacerdotes y escribas, vigila y calla. Jesús ha sembrado el Reino, ha proclamado su llegada en la Ciudad de Dios y tiene que esperar las reacciones del pueblo y de las autoridades, pues a plena luz, ante los ojos de todos, ha mostrado su proyecto:
– Jesús, un peregrino judío. No hay nada delictivo en el canto de sus compañeros peregrinos pidiendo la ayuda de Dios: ¡Hosanna! Sálvanos ahora, sálvanos por favor! (cf. Sal 118, 25). Ésta es una aclamación polivalente, cuyo sentido sólo se puede deducir por el contexto, de forma que podría interpretarse como petición que los galileos dirigían a Jesús (¡Sálvanos ya, por favor, de los romanos!), o al mismo Dios, como pensaban la mayor parte de los peregrinos. Sea como fuere, los lectores pueden suponer que el canto se dirige a Jesús, a quien se le pide que salve a los peregrinos y a la ciudad, liberándola de los soldados de Roma y de los malos sacerdotes del templo.
– Oraciones tradicionales y nuevas. Tampoco son delictivas las invocaciones que siguen (¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino de Padre David que viene!), del ritual judío, propias de aquellos que buscan a Dios y le invocan ante Jerusalén, pidiendo que llegue su Reino (reino de David). Estrictamente, esos cantos, dirigidos a Dios, que culminan con el Hosanna en la Alturas (= la salvación viene de Dios) no se oponen a los sacerdotes ni al Gobernador romano, pero pueden aplicarse a Jesús a quien presentan como portador de un reino “peligroso” (cf. Sal de Salomón 17), de manera que, al fin, Pilato tendrá que matarle, precisamente por ello.
− Jesús ha preparado su gesto, y ha desvelado su proyecto de un modo parabólico. Todo lo que hace puede entenderse desde la lógica de un peregrino galileo que viene a Jerusalén en las fiestas de Pascua, con otros miles de galileos, como si fuera (y es) la fiesta final, la instauración del Reino. Lógicamente, él introduce su mensaje en la alegría popular de pascua. No se cierra con unos conspiradores ocultos, no se aísla ni esconde. De manera abierta, entre la multitud, baja desde el Monte sobre un asno, como rey pacífico y sube a la ciudad, para quedar en ella o en su entorno hasta que llegue el Reino. Los jerosolimitanos pueden pensar que se trata de algo ya sabido, un año más, como ha sido y será siempre. Pero Jesús sabe que ésta ha de ser la fiesta definitiva del Reino, y los sacerdotes y Pilato descubren también que, si triunfa el proyecto de Jesús, ellos deben (al fin) renunciar a su poder, pues no podrán seguir dominando la ciudad como ahora hacen.
− Discípulos y pueblo de Galilea le acompañan o, mejor dicho, se sienten protagonistas mesiánicos de su fiesta y vinculan la próxima pascua que se celebrará dentro de unos días (paso liberador de Dios) con el reino David que ha de llegar. Muchos de los que vienen con Jesús (especialmente sus Doce) esperan quizá todavía la llegada mágica del Reino, un triunfo mesiánico externo, el dominio de Dios. Posiblemente, la mayoría no han logrado entender su proyecto, y así siguen preguntando el sentido del asno de Zac 9, 9. Sea como fuere, los caminos de Dios y los hombres continúan abiertos; sacerdotes y Pilato tienen razones para sentirse amenazados.
− Autoridades y pueblo observan. La tradición evangélica supone que en este primer momento las autoridades callan y el pueblo de Jerusalén se inhibe (la fiesta del asno de los ramos ha sido de los galileo). Jesús ha entrado J con ellos y nadie ha respondido. No han salido a detenerle en la puerta de la ciudad o del templo, en contra de lo que podía suponerse desde Mc 8, 31; 9, 31; 10, 33-34. Pero tampoco han venido a recibirle y sumarse a su movimiento de Reino. Es como si hubiera un gran silencio, una gran incertidumbre. Esta mudez de los poderosos (y de la ciudad) se eleva como un presagio fatal ante la entrada de Jesús.
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Jesús y el asesinato de los profetas.
El sermón de Mc 13 es una continuación (y aclaración) del anuncio del fin del templo. Sobre la base de ese anuncio (y de la respuesta de los sacerdotes, que han condenado a Jesús) se ha expandido la tradición cristiana, como evocaré retomando algunos textos de origen posterior. Pase al siguiente capítulo quien quiera mantenerse en el tiempo de la pura historia de Jesús:
Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas /y apedreas a los que te son enviados.
¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, /como la gallina a sus crías bajo sus alas…!
He aquí que tu casa quedará desierta / y no me veréis hasta que digáis:
¡Bendito el que viene en nombre del Señor! (Mt 23, 37-39; Lc 13, 34-45)
Esta palabra parece tardía y ha sido formulada por una tradición sapiencial posterior; pero en su fondo late el recuerdo de Jesús que ha venido a Jerusalén como enviado de Dios, portador de su sabiduría/salvación, para reunir a los israelitas. Lógicamente, mirando las cosas en perspectiva mesiánica, al rechazar al enviado de Dios, Jerusalén se destruye a sí misma. Ésta es una palabra de condena, pero está abierta a la esperanza escatológica, es decir, a una posible conversión de la ciudad, que recibirá al fin de los tiempos a su mesías, diciendo ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! (cf Mc 11, 9), pues Jesús mantiene su oferta, a pesar del rechazo de la ciudad.
En esa línea podemos recordar el llanto de Jesús ante la ciudad (Lc 19, 41-45), tal como ha sido creado por Lucas, y, sobre todo, la condena de aquellos que matan y olvidan (expulsan), utilizando la memoria de los asesinados (su sangre “sacralizada”) para seguir matando, en la línea de los viñadores homicidas (¡a unos los golpearon y a otros los mataron...!: Mc 12, 5): «Ay de vosotros, que edificáis los sepulcros de los profetas, pues vuestros padres los habían matado. Así sois testigos (de ello) y aprobáis las obras de vuestros padres, porque ellos mataron y vosotros, por vuestra parte, edificáis» (Lc 11, 47-48) [i].
Los hijos de los renteros homicidas (¡asesinos de profetas!) han construído sepulcros para los asesinados. De esa forma sacralizan su recuerdo: Les ofrecen su homenaje para seguir matando como sus antepasados, convirtiendo la religión en un culto a la muerte (sepulcros blanqueados: Mt 23, 27). Éste es el gesto de aquellos que edifican sepulcros, para honrar la memoria de los profetas muertos, para así tener las manos libres, para seguir persiguiendo a los profetas del presente: «Así dais testimonio contra vosotros mismos de que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Vosotros, pues, colmad la medida de vuestros padres!» (Mt 23, 31-32).
Estos pasajes, leídos a la luz de Mc 12, 1-12, definen a los sacerdotes como constructores de sepulcros: Primero matan a los profetas que denuncian su violencia y luego les hacen monumentos para mantener la memoria de su asesinato (para seguir manteniendo el poder). Asesinan y después sacralizan a los asesinados; les lapidan, y después (al mismo tiempo) emplean las piedras para hacerles monumentos. Esta nueva revelación vincula a los que matan y a los que dan culto a los muertos.En contra de eso, el Dios de la gracia de Mc 12, 10-11 construye su edificio sobre la «piedra asesinada», no para seguir asesinando, sino para superar por gracia todo asesinato, pues sobre el muerto Jesús no pueden elevarse ya más monumentos, porque su templo y monumento es la nueva humanidad reconciliada, que surge allí donde el máximo pecado se abre a la gracia más alta (que será el perdón pascual de Jesús) [ii]:
Por eso, la misma Sabiduría de Dios dijo: Les enviaré profetas y apóstoles y a unos los matarán y a otros los perseguirán, de manera que a esta generación se le pedirá cuentas de la sangre de todos los profetas asesinados desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que murió entre el altar y el templo. Si, en verdad os digo, se le pedirá cuentas a esta generación (Lc 11, 49-51)[iii].
El sentido principal del texto es claro, en la línea del documento Q y de su teología (hacia el 50/60 dC). Esta “generación” a la que aluce está formada por aquellos que edifican los sepulcros de los profetas antiguos mientras matan a los que ahora sigue enviando la Sabiduría de Dios, en nombre de Jesús; es la generación de los que oprimen y expulsan a los hijos de Dios; es la generación de los «renteros» asesinos, que establecen la vida humana en fórmulas de imposición, matando a los profetas y al mismo «hijo querido». Pues bien, allí donde la violencia ha sido máxima (los hombres han matado al mismo Hijo de Dios) se revela de forma suprema la gracia de Dios, que perdona por Cristo, su Hijo, a los mismos asesinos[iv].
Así se despliega la revelación suprema de Dios, que sólo ha sido posible a través de la muerte de Jesús, el justo asesinado. Ésta es generación que edifica los sepulcros de los profetas antiguos, mientras mata a Jesús y persigue a los nuevos profetas del Reino. En ella se hace visible la unidad de todos los que matan (y de todos los muertos) (cf. Ap 18, 24), revelándose al mismo tiempo la salvación suprema. Éste es un descubrimiento desolador y confortante al mismo tiempo.
‒ En plano de ley, éste es un descubrimiento desolador, pues, por primera vez en la historia se ha podido afirmar que en la muerte de un hombre (Jesús) se condensan todos los asesinatos de la humanidad. Es como si las cabezas de las víctimas se hubieran unido en la de Jesús, como si al matarle hubiéramos matado al conjunto de los hombres. En este contexto puede hablarse de un pecado “central” (original), que no ha sido cometido por otros, sino por aquellos que mataron a Jesús, o matan, de algún modo, a un ser humano.
‒ En plano de gracia, éste es un descubrimiento consolador, pues los que acogen la voz del evangelio saben que Jesús asesinado, en medio de la historia sangrienta de los hombres, no ha querido vengarse de los asesinos, sino darles su vida. De esa manera culmina con su muerte la historia humana. Las generaciones anteriores no sabían: se encontraban como hundidas en la dispersión de muchas historias, muchas muertes, sin que pareciera haber una dirección de vida y un sentido unitario sobre el mundo. La generación cristiana sabe (conoce ya) el sentido de la historia, la muerte central (de Jesús), la gracia suprema[v].
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[i] Sobre la justicia de Dios y el judaísmo, cf. C. Thoma, A Christian Theology of Judaism, Paulist, New York 1980; F. Mussner, Tratado sobre los judíos, Sígueme, Salamanca 1983.
[ii] Si unos (malos) mataran y otros (buenos) hicieran sepulcros, no habría problema, pero el evangelio ha unido los dos gestos: Los sacerdotes matan y después (al mismo tiempo) construyen su templo sobre el cimiento-piedra de los asesinados. He desarrollado el tema en Violencia y religión en la historia de occidente, Tirant lo Blanch, Valencia 2005.
[iii] Lc 11, 37-54 contiene un conjunto de ayes bien estructurados: tres contra los fariseos (11, 42.43.44) y tres contra los escribas (11, 46.47.52). En el centro de los tres últimos se introduce el texto citado, que rompe la armonía del conjunto (de los seis ayes), pero refleja bien la dinámica del texto. Desde el asesinato de los profetas, a quienes los hijos de los asesinos siguen sacralizando, se entiende este dicho de la Sabiduría, que no habla ya sobre fariseos y escribas sino sobre todos los hombres. Sobre el sentido simbólico de la sangre, en plano antropológico, cf. J. P. Roux, La sangre: mitos, símbolos y realidades, Ediciones 62, Barcelona 1990. Desde 1981, el Centro Studi Sanguis Christi viene publicando trabajos sobre Sangue e Antropología (en la Biblia, Teología, Espiritualidad, Liturgia), empezando con la valiosa recopilación de F. Vattioni (ed.), Sangue e antropología biblica, Roma 1981.
[iv] Los acusados podrían contestar distinguiendo dos tipos de profetas: Los antiguos fueron buenos, por eso hay que honrarlos, construyendo sepulcros para ellos; pero estos pretendidos profetas nuevos o cristianos son engañadores, pues pervierten el orden de la ley y de la alianza. En contra de eso, los cristianos han insistido en la unidad de los profetas asesinados, antiguos (judíos) y nuevos (seguidores de Jesús), colocando este oráculo en boca de la Sabiduría de Dios. Para ellos, la concordancia scripturarum (Antiguo y Nuevo Testamento) es concordantia martyrum (unión de los mártires-asesinados). Ésta es la revelación suprema de la Sabiduría, que Mt 23, 34 (cf. Lc 11, 49-51) ha puesto en boca de Jesús («Por eso, yo os envío...»), recapitulando la historia de la humanidad violenta en el asesinato de los profetas, pero sabiendo que por encima de ese asesinato está la gracia del Dios que perdona en Cristo.
[v] Solo ahora, retomando y reinterpretando el camino de muerte de Jesús, los evangelios han podido construir su meta-relato sobre el origen, sentido y superación de la violencia. (a) Han puesto de relieve la unidad del mal, vinculada a la ley de la venganza, que se expresa en el asesinato de los profetas (Lc 11, 50) o justos (Mt 23, 35), cuya sangre, unida a Cristo, clama a Dios. Mt 6, 24 interpretaba el mal universal como mamona, la violencia del deseo posesivo que se expresa en el dinero; Mc 15, 10 entenderá el pecado de los sacerdotes como envidia y el conjunto de los evangelios lo identifica con el asesinato de Jesús. (b) Pero en el fondo de ese mismo mal (la muerte de Jesús) se ha revelado la gracia más alta de Dios, que supera el talión de la venganza y perdona a los mismos asesinos, para retomar con ellos (para ellos) el mensaje de la salvación.
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