Lo malo de algunos curas no es que defiendan con pasión unas determinadas ideas (esto hasta parece bueno); lo malo es que empiezan defendiendo sus ideas y pasan a defender sus maneras personales de formular o entender esas ideas; empiezan luego a confundir sus ideas con sus manías, y terminan finalmente obligando a todo el mundo a aceptar ideas, formas y manías personales.
Hay predicaciones que parecen correcciones y
llamadas de atención, y no precisamente fraternas, como si la misión de los sacerdotes fuera
recriminar y amonestar en vez de ilusionar y animar a sus fieles. Esto es un
fruto del clericalismo que abunda mucho en la iglesia, como ha dicho el papa.
Hay sacerdotes que se sienten más dueños que servidores. “Aquí quien manda soy
yo”, también le he oído decir en alguna ocasión que sus homilías no son sino el
reflejo de esa autoridad trasnochada. La gente está cansada de su trabajo de
toda la semana y lo único que no quieren es que, encima, alguien les eche una
bronca.
Jesús No necesitó edificios, ni oficiales a sueldo,
sino que proclamó e instauró el Reino de Dios, sin mediaciones jerárquicas.
El tiempo es otra de las razones por las que,
muchas veces, los feligreses desconectan del sacerdote. No
se puede predicar más de ocho minutos porque la gente está acostumbrada, en
este tiempo, a estímulos rápidos y escuchar más de ocho minutos le resulta muy
difícil. Y hay quien se empeña en hablar y en hablar sin parar, como si en ello
le fuera la vida y termina aburriendo a las ovejas.
Adorarse a sí mismo es tarea placentera. Y, a esto se ven, más
tentados los llamados hombres públicos que, como pasan la vida subidos a
plataformas, pulpitos y pedestales tienen fácil tendencia a olvidar su
estatura, pero esta clase de personas son las que se odian a sí mismos y no se
perdonan por no haber realizado todos sus sueños, son personas decepcionadas de sí mismas y convierten su decepción en
amargura y mal café.
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