sábado, 27 de febrero de 2021

¡El cielo es el límite!

 


El pánico puede asaltarnos  cuando nos enfrentamos con problemas y creemos que  no tenemos capacidad para resolverlos. El pánico significa correr desorientado, no tener confianza alguna en las propias reacciones en una situación determinada; ser impredecible, no merecer confianza a los propios ojos.

Podemos enfrentarnos, por ejemplo, con el problema de tener que cambiar por primera vez en nuestra vida una rueda del coche pinchada, de noche, en un lugar desierto. Nuestra reacción inicial podría ser el pánico. Quizá nos limite a llorar o salir del coche y comencemos a dar vueltas, primero en una dirección y luego en otra. Podemos ponernos histéricos, gritar obscenidades a la oscuridad, contra el neumático o contra el clavo de la carretera. Gastando así mucha energía, pero la gastamos toda en cólera, frustración, confusión y conflicto, y no dedicar ni un ápice de ella a resolver el problema.

Control significa ser el amo de su propio destino, ser la única persona que decide cómo va a vivir, a reaccionar y a sentir prácticamente en todas las situaciones que la vida le presenta. El control es un nivel que todos podemos disfrutar mucho más tiempo del que nos imaginamos. Los problemas son la sal de la vida. Deberíamos darles la bienvenida con los brazos abiertos. Pedro escribe que el dominio propio (la templanza) debe ser evidente en la vida de alguien que pone toda diligencia para agregar virtud a su fe y crecer en amor. (2 Pedro 1:5-7). El sufrimiento forma parte de la manifestación plena de Dios. Él no se limita a mirar desde fuera el sufrimiento de los hombres, sino que está en el sufrimiento. Mejor dicho, Dios “es sufrimiento”, al servicio de la vida. Dios “es” el viviente en nuestro camino de dolor. En Él vivimos, nos movemos y somos como dice Pablo en Hch 17, 28. Dios no está fuera para arreglarnos algunas chapuzas mal hechas, ni para tapar agujeros…

Pero ese sufrimiento que es para la vida, para la acogida mutua, para la maduración, para la gratuidad, para la esperanza…

Derrochar el presente vagando por el pasado, lamentando las oportunidades perdidas o rememorando "los buenos tiempos", lamentándose de que "todo ha cambiado", o deseando poder revivir nuestra vida anterior, no hará más que "asesinar" nuestro presente. Quiero insistir en que "abandonar el pasado" no significa eliminar su recuerdo, o que deba olvidar usted lo que ha aprendido y que pueda hacerle más feliz y eficaz en el presente.

Por ejemplo, si acaba de morir una persona a quien  amábamos, es natural que nos sintamos  afligidos durante un tiempo. Pero por muy dolorosa que pueda ser la pérdida, el mundo nos recuerda a la diferencia inconmensurable existente entre vida y muerte, y ése es un mensaje que no puede ignorar. Estamos obligados en este momento a soportar el dolor; no sentirlo sería inhumano, no expresarlo sería psicológicamente catastrófico para usted.

Pero si nos aferramos indefinidamente a ese dolor, si no permitiésemos nunca que se disipase y no siguiese viviendo en el ahora, estaríamos condenándonos a vivir eternamente en el pasado, reacción compulsivamente negativa. El dolor no puede hacernos recuperar a la persona amada; únicamente puede purgar nuestra aflicción por la pérdida de esa persona, y, como mucho, conducirnos a una entrega aún más decidida a la vida.

Dios nos fortalece para perseverar y vencer. Por eso debemos decir: "me extiendo hacia la meta, prosigo hacia adelante, olvido lo que queda atrás y persevero"... Filipenses 3: 13,14. Job es la mejor lectura para un tiempo como este, cuando parecen caer todas las certezas.

Hay un temor que es respeto, es principio de aprendizaje y cambio en el camino.

Éste es el mensaje de fondo de  Job… Éste es el centro del mensaje de Jesús, cuando nos dice “bienaventurados los que sufren”, es decir, los que aceptan y asumen el sufrimiento para madurar y agradecer.

¿Has conocido alguna vez la depresión? ¿Alguna vez has estado tan preocupado y perplejo que has pasado noches sin dormir? ¿Tuviste tiempos cuando estabas tan bajo y molesto que nadie te podía consolar? ¿Has estado tan bajo que tuviste deseos de morirte, sintiendo que tu vida era un fracaso total?

No me estoy refiriendo a alguna condición física. No me estoy refiriendo a personas que tienen algún desequilibrio químico o enfermedad mental. Estoy hablando de cristianos que de vez en cuando luchan contra una depresión que los azota de la nada. Su condición a menudo no viene de una sola fuente, sino de muchas. A veces son abatidos de todos lados, hasta que están tan abrumados que no pueden ver más allá de su desesperación.

La noche previa a Su crucifixión, Jesús prometió a Sus apóstoles, y a quienes hemos creído en Él por medio del testimonio de ellos según Juan 17:20, que iría a prepararnos un hogar eterno. También prometió volver para resucitarnos y darnos un cuerpo glorioso e incorruptible, en el cual viviremos con Él en el cielo y le serviremos.

“El cielo es un lugar de inexplicable belleza. Se le llama un lugar de “muchas mansiones”, “un edificio de Dios, una casa no hecha con manos”, “una ciudad”,  “un mejor país”, “una herencia”, “gloria”. Nuestro Dios es un Dios de belleza.  Este mundo debe haber sido muy bello cuando acababa de salir de las manos de Dios. Aunque el pecado ha venido y traído el caos y la angustia de la muerte a todas las cosas, aún permanece alguna evidencia de su gloria original. Pero la Nueva Jerusalén nunca conocerá el pecado y sus frutos. Será perfecta en forma y esplendor. A Juan se le concedió echar un vistazo de ella un día desde la isla solitaria de Patmos, y él trató de describir lo que vio. Pero ningunas palabras humanas podrían detallar la magnificencia que él contempló.”

Dios sin duda tiene infinitas sorpresas reservadas para nosotros. Pablo dice: “Antes bien, como está escrito: “Cosas que ojo no vio ni oído oyó ni han subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para los que lo aman.” Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu.” I Cor. 2:9.

Algunas personas hacen la pregunta: “¿Nos conoceremos unos a otros en el cielo? Si no pudiéramos reconocernos unos a otros en el cielo, como podría Pablo decir a los tesalonicenses: “… seremos arrebatados  juntamente con ellos (nuestros seres queridos que ya han partido)… “Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras.”

sábado, 20 de febrero de 2021

El Dios en el que creo

 



Son numerosas las personas que cuando se les pregunta por sus creencias religiosas te responden:” hombre, haber… ¡algo hay!” Al menos yo me he encontrado con unas cuantas que me han respondido así. ¿Pero  en qué Dios creemos los cristianos? ¿En un “dios difuso’”, un “dios-spray”, que está en todas partes, pero que no se sabe qué es? Dios es “una Persona”, una persona concreta, es un Padre, y por tanto la fe en Él nace de un encuentro vivo, del que se hace una experiencia tangible.

En el Antiguo Testamento, la afirmación “Dios es el viviente” significa que es el que da vida a todos los seres, que es poderoso y victorioso y está presente con su acción al lado de sus hijos, de modo que por eso podemos poner en Él toda nuestra confianza, por lo tanto, también la interpretación de Dios como persona es sólida porque, independientemente de los supuestos filosóficos, se apoya  directamente en la fe. La Biblia al expresarse en un lenguaje simbólico, presenta en muchísimas páginas la relación entre el hombre y Dios en términos de  yo-Tú.

Además, los cristianos nos dirigimos a Dios en la oración como a un Tú poderoso y misericordioso, al que podemos abandonarnos con entera confianza.

“En cambio, los hijos de Israel fueron por en medio del mar, en seco, y las aguas eran como un muro a su derecha y a su izquierda. Al soplo de tu aliento se amontonaron las aguas, se juntaron las corrientes como en un montón, los abismos se cuajaron en medio del mar.” (Éxodo 14:29; 15:8). ¡Qué terrible testimonio tuvo Israel! Dios liberó a su pueblo escogido al levantar como muros las aguas del Mar Rojo por ambos lados. Los Israelitas atravesaron sin peligro, pero, el poderoso ejército egipcio fue destruido cuando las olas regresaron abajo estrepitosamente.

Sin embargo, vemos a estos israelitas tres días más tarde, murmurando contra el Señor que los había liberado. Cuando en el desierto “no encontraron agua” murmuraron: “Qué vamos a beber.” Un mero setenta y dos horas después del gran milagro, estuvieron cuestionando la misma presencia de Dios entre ellos.

El salmista escribe: “Nuestros padres, en Egipto, no entendieron tus maravillas; no se acordaron de la muchedumbre de tus misericordias, sino que se rebelaron junto al mar, el Mar Rojo” (Salmo 106:7). Cuestionaron a Dios en el mismo sitio de su liberación, el Mar Rojo. Habían sido testigos de uno de los más asombrosos milagros en toda la historia. Habían cantado alabanzas a Dios. No obstante, tres días más tarde, cuando fue probada su fe, clamaron: “¿Dónde está nuestro Dios? ¿Está él con nosotros o no?”

La Biblia deja en claro que todas estas pruebas fueron arregladas por Dios. Él fue quien permitió a los israelitas tener hambre y sed. Y él los introdujo en una horrenda prueba para un propósito específico: para prepararlos para que confiaran en su Palabra. ¿Por qué? Él estaba a punto de conducirlos a una tierra donde necesitarían absoluta confianza en sus promesas.

El hecho es que toda fe verdadera, es nacida en aflicción. Ciertamente, así es como crece la fe: de prueba a prueba, hasta que el Señor tiene un pueblo cuyo testimonio es, “Nuestro Dios es fiel.” Los discípulos descubren que los planes antiguos de la historia, los abismos del temor y de la muerte terminan, y que ellos han de renacer de nuevo. De un modo o de otros, por diversos caminos, los discípulos fugitivos del Cristo asesinado han descubierto al auténtico Cristo: el hombre vivo y verdadero, el mesías de la historia.

“Y te acordarás de todo el camino por donde te ha traído El Señor tu Dios estos cuarenta años en el desierto...te afligió, y te hizo tener hambre, y te sustentó con maná, comida que no conocías tú, ni tus padres la habían conocido, para hacerte saber que no sólo de pan vivirá el hombre, más de todo lo que sale de la boca del Señor vivirá el hombre” (Deuteronomio 8:2-3).

Me repito a mí mismo estas palabras, a lo largo de mi día: “Yo vivo de cada palabra que sale de la boca de Dios”.

Si la Palabra de Dios no es confiable, si la Biblia no es la Palabra misma inspirada por Dios, entonces vivir sería en vano. No habría esperanza sobre la faz de esta tierra.

Dios se ha hecho el encontradizo con los hombres en la persona de Jesucristo, pero la experiencia de Cristo consiste en reconocer en Él su vida, sus palabras, sus actitudes y comportamientos con los demás, la donación de Dios sin límites hacia nosotros.  Por nuestra parte la entrega ha de ser absoluta a ese amor, con todo el corazón, aquel que sólo Dios merece, sabiendo que es Él el que realmente se entrega absolutamente y nunca defrauda. La conversión interior, el cambio de corazón que supone esta experiencia con Cristo es la que puede dar lugar a  actitudes como: “Señor qué quieres que haga” (Hch 22,10) o “yo sé de quién me he fiado” (2 T. 1,12). Pero también es cierto que muchas veces la Iglesia, nuestra Iglesia,  constituye un grave obstáculo y un escándalo doloroso para muchos cristianos comprometidos, callando cuando debería hablar y hablando cuando debería callar, también cuando dice y no hace… Tampoco faltan en la Iglesia los “fariseos y saduceos” de turno, que bajo engaño de motivaciones religiosas la utilizan para sus intereses sirviéndose y abusando de ella.

Los Evangelios contienen muchos relatos de ocasiones en que Jesús comía  con otros. Él se aprovechó de estas ocasiones informales de compañerismo para compartir verdades espirituales profundas sobre el Reino de Dios. Todos necesitamos momentos  de unión y fraternidad para suplir las necesidades individuales, para conocernos mejor e ir creando lazos afectivos entre los hermanos.

El Papa Francisco advierte  contra el riesgo de una fe "virtual", sin comunidad y sin contacto humano real, vivida sólo a través de transmisiones en directo que "viralizan" los sacramentos.

La cuestión consiste en saber si  las comunidades cristianas son hoy “madres y maestras de paz cristiana” La fe debe ser transmitida: no para convencer, sino para ofrecer un tesoro. “Queridos hermanos, «revestíos todos de humildad en vuestras mutuas relaciones, porque Dios resiste a los soberbios, más da su gracia a los humildes»” (1P 5,5). Cuántas veces en la Iglesia, en la historia, ha habido movimientos, grupos, de hombres o mujeres que querían convencer de la fe, convertir... Verdaderos “proselitistas”. ¿Y cómo acabaron? En la corrupción.

domingo, 14 de febrero de 2021

Cantos rodados

 

Según el relato del Génesis, el dolor y el sufrimiento en este mundo aparecen como el resultado del pecado de nuestros primeros padres contra las leyes de Dios, que son la clave de la armonía en el universo. Cuando se infringen las leyes divinas el sufrimiento, el dolor y el desorden aparecen. Pero a pesar de todo esto muchas veces nos preguntamos por qué nos vienen algunos sufrimientos y aflicciones que no merecemos.

A estas preguntas podemos encontrar una lección que brota del libro de Job, en la que Dios nunca le cuenta el reto que Satanás le había presentado, y el permiso que Él le había concedido al adversario para que le hiciera daño a Job. Dios sabe absolutamente todo en cuanto a nuestras aflicciones y pruebas aunque en algunos casos no se nos revelen las causas o las razones.

Meditemos las palabras de san Pablo y entonces descubriremos para qué nos suceden las pruebas que afrontamos. Pablo escribe: “Y no sólo esto, sino que hasta de las tribulaciones nos sentimos orgullosos, sabiendo que la tribulación produce paciencia; la paciencia produce virtud sólida y la virtud solida esperanza.  Una esperanza que no engaña porque al darnos el Espíritu Santo, Dios nos ha derramado su amor en nuestros corazones” (Rm 5,5)

En la noche oscura del alma se sufre, se gime, pero se crece.

Muchos personajes bíblicos vivieron esta experiencia a la que convenientemente se le llama desierto.

Por momentos desde el dolor y el sufrimiento, pensamos en una incomprensible crueldad, como si Dios nos dijera: “arréglatelas como puedas” Muchas veces nos culpamos buscando respuestas al proporcionado “castigo” que nuestra obstinación merece. Pero en un oráculo cargado de esperanza, Dios proclama en el libro de Isaías: “Era como una esposa joven abandonada y  afligida, pero tu Dios te vuelve a llamar y te dice: por un pequeño instante te abandonaré, pero con bondad inmensa te volveré a unir conmigo. En un arranque de ira,  por un momento, me oculté de ti, pero con amor eterno te tuve compasión». (Is 54: 6,8).

Tal vez este pasaje permita acercarnos a la estrategia  de Dios.

Dios nos quiere adultos y maduros para hacernos un instrumento suyo.

Tenemos un ejemplo en el rey David, que al enfrentarse al gigante Goliat, tomó cinco piedras lisas del arroyo ( 1 Samuel 17,40), Cuánto tiempo y cuantos golpes han pasado esas piedras para llegar a ser cantos rodados, cuánta agua las ha golpeado y llevado de un lado a otro. Llegaron a estar así tan tersas de tanto rodar y chocar con otras piedras con la fuerza del agua. David escogió piedras lisas para que no se alterara la trayectoria al ser arrojadas. Tenían buena dirección; eran piedras formadas. Para nosotros lo importante  de todo esto es ser piedras vivas, como instrumentos de Dios, formado, liso, sin aristas, capaz de ser lanzado para destruir cualquier gigante. La principal preocupación del hombre ante el sufrimiento no es hallar una explicación; es lograr una victoria. No es elaborar una teoría; es echar mano de la fe y del poder de Dios. José no llegó a servir con éxito y eficacia como segundo en el reino de Egipto simplemente por buena suerte. El relato bíblico nos da evidencia suficiente del intenso sufrimiento por el que tuvo que pasar, Sin embargo,  nunca permitió que el sufrimiento lo paralizará. Tampoco se dedicó a compadecerse a sí mismo por el dolor y la aflicción. Superó su aflicción y su actitud positiva le sirvió para que su amo y dueño lo pusiera a cargo de toda su casa.

Para hacer frente a las pruebas también tenemos el ejemplo de Jesús en el Sermón de la cena. 

Jesús Pasó muchas noches en oración. Desde el principio de su ministerio  lo vemos seguir esta práctica. En el momento más difícil de su vida mostró una serenidad y una paz imperturbable y de allí se dirigió a Getsemaní. 

Quedarse quieto y orar no significa ser pasivo y aceptar sin más el destino. Quedarse quieto es un acto de fe, es descansar en Dios, el fin de todas las preguntas, dudas y esfuerzos inútiles.

Jesús en vísperas de los grandes sucesos se entrega a un tiempo prolongado de oración en comunión con el Padre. (Lc 6,12). Pero ninguno de los acontecimientos de su vida se puede comparar con la oración en el Monte de los Olivos, pues en ese instante Jesús siente real y verdadera tristeza, una tristeza infinita hasta sudar gotas de sangre, pero sabemos por San Pablo que nuestro redentor tenía que ser probado en todo menos en el pecado ( Heb 4,15).

Jesús enfrentó el sufrimiento con valentía y entereza. Encontró su propósito  en Sus sufrimientos: “por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios” (heb. 12: 2)

Es posible que a nosotros en algunas ocasiones de nuestra vida no se nos aparte el cáliz y también nos veamos obligados a beberlo, pero tendremos con la ayuda de la oración, la fuerza necesaria para beberlo sin desfallecer. La oración no vuelve del cielo nunca vacía. Dios siempre responde a nuestras oraciones. Podrá ser que en algunas ocasiones no cambie el curso de nuestras vidas, pero nos cambia a nosotros, y eso es lo que realmente importa. Como dijo Paul Claudel, “Jesús no vino para explicar el sufrimiento o para evitarlo. Vino para llenarlo de su presencia”. Los creyentes tenemos la ventaja de saber que contamos con la presencia amorosa de nuestro Padre Dios, lo que puede consolarnos mucho más que saber por qué sufrimos.

El doloroso acontecimiento de Jesús en el Monte de los Olivos nos brinda muchas enseñanzas. Es posible que nos esperen muchas pruebas y tribulaciones, pues no hay vida humana sin sufrimientos, pero aunque tengamos que derramar gotas de sangre recitemos la oración: “padre: no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mt 26:39).