Cuando nuestro corazón por fin se abre; cuando hacemos un alto en el desazonante disgusto y náusea de nosotros mismos; cuando la aparente soledad en desamparo y lejanía de Dios se torna en autentica venida de Dios; cuando finalmente en el sosiego del corazón se alza el clamor: Padre nuestro, ¿somos de verdad los que nos atrevemos a decir a Dios tan tremendas palabras? ¿Quién nos ayuda a orar? ¿De dónde tomamos el aliento y la fuerza para orar?
Una primera fuente de esta fuerza nos es ya bien clara; hablamos de Dios en unión con Jesucristo su Hijo, Nuestro Señor. Él, el que adora al Padre en espíritu y en verdad, porque descansa como Unigénito en el corazón del Padre de eternidad, nos ha invitado a nosotros, sus hermanos en carne y en espíritu, a invocar con Él, confiados y audaces, al eterno Dios vivo y verdadero, al Dios de los tremendos juicios, al Dios de toda incomprensibilidad; nos ha enseñado a invocarle y llamarle nuestro Padre. Y así podemos ya en Cristo y en la Iglesia, como hermanos de Cristo, hablar a Dios sin que nos haga morir de espanto un tal atrevimiento. Porque el Hijo, como mensajero del Padre, ha hablado con nosotros, y como hermano nuestro ha hablado con el Padre; por eso podemos nosotros orar.
Si el Hijo con su palabra, más aún, como Palabra del Padre, no hubiera descendido hasta nosotros; si no hubiera orado sobre nuestros montes y en nuestros valles, con nuestras alegrías y nuestras lágrimas, tendríamos siempre el temor de que nuestra voz de plegaria fuera absorbida por la silenciosa incomprensibilidad que nos rodea y domina, y a la que no sabríamos qué nombre dar. Mas ahora decimos confiados: “Padre nuestro” “Abba”, “Padre amado”, es indeciblemente más verdadero que toda metafísica sobre Dios que pone al hombre en una conveniente distancia respecto de Él, cuando en verdad su amor, volcado en el Hijo y en la santa comunidad de sus hermanos, ha saltado hace mucho la infinita distancia entre Él y nosotros y nos ha tomado en su corazón. Nuestro primer apoyo en la oración estriba, así pues, en que la oración se hace con Cristo en la Iglesia.
Pero no es eso todo. Además oramos en el Espíritu de Dios. Procuremos profundizar más y más esta idea. Queremos decir dos cosas. Primero: Hay un lugar en nuestro corazón en que mora el Santo Espíritu de Dios. Segundo: este Espíritu de Dios ora en nosotros y con nosotros.
Este Espíritu de Dios, en lo más humano del hombre, en el corazón; este santo Espíritu, más profundo que toda maldad abismal; este Espíritu fuerte que mora en nosotros aun detrás de todas nuestras flaquezas, ora en nosotros, interpela por nosotros con gemidos inenarrables. No es sólo el Dios ante el que nos arrodillamos; obra también Él en nosotros, con nosotros, por nosotros. Y lo hace precisamente cuando nosotros obramos lo más decisivo de nuestra vida: la oración.
Como nuestro corazón vence en profundidad a la tesura del día claro, así es nuestra oración más profunda que el pensamiento infantil y simple que cruza por nuestro seco cerebro; más espléndida que nuestro pobre sentimiento, que como un pequeño musgo vegeta penosamente en el endurecido suelo de nuestro corazón.
Cuando oramos se elevan las palabras de la oración como águilas que vuelan en las alas del Espíritu por la inmensidad sin límites de los dominios de Dios, sin desfallecer hasta llegar allí donde Él y su corazón son una misma cosa. Cuando oramos, entonces es lo que estamos diciendo, y lo que nuestro diminuto yo percibimos de ello, es como un último eco lejano de la llamada de Dios, con la que se llama Él a sí mismo, el Espíritu al Padre, en nosotros; un eco de la auto-afirmación con la que el incondicionado se sustenta en sí mismo de eternidad en eternidad.
Reconoce ¡oh hombre! La dignidad de tu oración. Cuando crees y proclamas que eres partícipe de la naturaleza divina, también crees y proclamas que tu oración no es simplemente la oración de un hombre, del hombre que hay en ti, sino juntamente del Espíritu de Dios que está en ti. Ni tu mismo adviertes las cosas asombrosas que se realiza en tu corazón cuando comienzas a decir: Padre nuestro.
Suena aún esto en tus oídos como algo pobre, desvaído, árido, acaso como algo presuntuoso. Hasta podrá parecerte que lo poquito de tu corazón que ya has logrado recuperar no acompaña a estas palabras. Mas en realidad no es así. Si el Espíritu de Dios esta en ti, y sí lo está (o ¿es que no somos bautizados y profesamos la fe y el amor a Cristo?), cierto es que habla Él en nosotros. Y si escuchas más atentamente (mejor, no escuches, ora; esto es lo único importante, ya tendrás una eternidad para escuchar, pero no tienes más que un tiempo para orar) percibirás algo así como una suave, dulce y lejana melodía que viene de aquellas profundidades, donde la propia alma canta al unísono con los coros de la eternidad, y habla al unísono con la Palabra del eterno amor, de modo que no podría distinguirse quien habla si la Esposa o el Espíritu.
Nosotros no sabemos pedir convenientemente, el Espíritu lo sabe, y esto basta. El grito de nuestro corazón puede parecernos que se ahoga sin ser oído en el silencio mortal del Dios que calla; el Espíritu, en cambio, clama seguro y perceptible por encima de los abismos de la nada que nos separan del Eterno, y esto basta. Si el único escudriñador de las últimas profundidades escudriña nuestros corazones y penetra con su mirada hasta lo más íntimo, no temamos. No encontrará allí el último fondo, nuestro propio vacío, ni los intranquilizadores genios de los profundos, ni, en fin, los mil disfraces con que de continuo nos engañamos a nosotros mismos, hasta el punto de no saber ya lo que somos. Encontrará allí a su Santo Espíritu. No oirá, al auscultar el latido de nuestro corazón, la infinita palabrería vana que se derrocha en el mercado de nuestro corazón, ni los desazonantes crujidos de titanes encadenados en los profundos calabozos. Oirá los inenarrables gemidos de su propio Espíritu, que intercede ante Dios por sus Santos. Y lo oirá como si fuera nuestro gemido, como acento que se desprende de las caóticas disonancias de nuestra vida, en polifónica sintonía ahora con el Altísimo.
El Espíritu es nuestro ayudador en la oración. Si nosotros nos cansamos de orar, Él no se cansa. Si nos invade una infinita desazón en la oquedad de nuestro corazón y de nuestra oración, Él permanece dichoso en el imperecedero frescor matutino del júbilo con que de continuo magnifica al Padre. Si retrocedemos de espanto ante la secreta incredulidad, que como veneno mortífero parece querer infiltrarse en las mismas palabras de la oración antes de haber salido del todo del corazón, Él habla palabras que no son ya fe, porque son lo creído mismo en visión. Si lucha en nuestra oración la secreta desesperación del corazón con la seguridad y confianza tantas veces excitada artificialmente, Él ora a sí mismo en nosotros, e implora la inconmovible seguridad del eterno Dios. Si nuestro “yo te amo” dicho a Dios suena tantas veces mortecino a nuestro corazón, y sentimos allí detrás al acecho el secreto temor de que el deber duro del amor al prójimo se cambie de pronto en nuestro interior en loco odio a alguien a quien tenemos que amar, Él ora en nosotros y con nosotros, y entona, orando, el cantar del amor, que ha trascendido ya todo deber y toda ley para convertirse en un puro y abundante éxtasis en el amado Dios.
Él ora en nosotros, cuando nosotros oramos. El Espíritu es ayudador nuestro en la oración, no simplemente porque nos asiste y ayuda en aquella vivencia nuestra que es el orar, sino, más aún porque en gracia de esa ayuda, nuestra oración es infinitamente más que simple oración nuestra. Porque Él ayuda, es nuestra oración un trozo de melodía que resuena por todo el cielo, un vaho de incienso que sube oloroso hasta los eternos altares del cielo ante la presencia del Dios Trino.
El Espíritu de Dios ora en nosotros. Éste es el más santo consuelo de nuestra oración.
El Espíritu de Dios ora en nosotros. Ésta es la más alta prez de nuestra oración.
El Espíritu de Dios ora en nosotros cuando nosotros sintonizamos con su oración. Ello significa para nosotros un nuevo pero dichoso, deber de orar efectivamente, de orar con constancia, de orar y no desfallecer.
Él ora en nosotros. Ésta es la indeficiente fuerza de la oración.
El ora en nosotros. Éste es el inagotable contenido de todas nuestras plegarias, que brota de las vacías cisternas de nuestro corazón.
Él ora en nosotros. Éste será el futuro de eternidad de la oración dicha en este tiempo.
Nuestro orar queda así consagrado por el Espíritu Santo. Hagamos un alto interiormente antes de comenzar a orar. Y cuando el hombre interior ha recobrado el sosiego, y en este sosiego silencioso todas las fuerzas del ser se conjugan suave y libremente, y de los hontanares del alma ascienden mansamente, según la santa disposición, las aguas de la gracia y empapan lo que nuestro espíritu y voluntad hacen al ponerse a orar, dejemos entonces hablar al Espíritu del Padre y del Hijo. No le oímos. Y sabemos, con todo, en fe, que Él ora en nosotros; ora con nosotros y para nosotros. Y que su palabra repercute en las profundidades de nuestro corazón y en el corazón del Padre.
Dejamos al Espíritu hablar.
Y en estremecida reverencia y en suave amor, hacemos eco a sus palabras.
Hablamos con Él y como Él
Oramos.