“Pero si se predica de Cristo que resucitó de
los muertos, ¿Cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección de
muertos? Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpos vendrán?”
¿Cómo puede ocurrir esto? ¿Cómo es posible que estos muertos se levanten
nuevamente y se unan a sus diversas almas, que muchos millones de años atrás
fueron sepultados en la tierra, o tragados por el mar o devorados por fuego?»
Cuerpos que se han reducido al más fino polvo, que ese polvo fue esparcido por
la faz de la tierra, cuerpos que han sufrido miles de cambios, que alimentaron
la tierra, se transformaron en alimento de otros seres…
Dios puede distinguir y guardar sin
mezclarse con otros cuerpos, el particular polvo en el que se disolvieron
nuestros cuerpos, y puede reunir sus partículas y juntarlas de nuevo sin
importar lo lejos que se dispersen esas articulas. Dios es infinito tanto en
conocimiento como en poder. Él sabe cuántas son las estrellas y las llama por su nombre; también
puede decirnos el número de arenas en las playas de los mares; ¿y nos puede
parecer increíble que conozca con precisión cada una de las partículas que
formaron nuestros cuerpos? ¿Por qué habría de parecer extraño que Dios, que nos
formó al comienzo, cuyos ojos vieron nuestros embriones, (“bien que en oculto
fuimos formados y entretejidos en lo más profundo de la tierra” Salmo 139:15), conozca cada partícula
de nuestro cuerpo en el que fuimos formados? El artífice conoce cada parte del reloj que arma; y si se desarmara
totalmente y sus piezas se desparramaran podría reunirlas y distinguirlas unas
de otras.
Qué nos expliquen de todo lo que ocurre en este
mundo antes que hablarnos de las dificultades para la resurrección. ¿Podrían explicarnos cómo fueron formados
nuestros cuerpos? ¿Cómo fue hecha la primera gota de sangre, el corazón, las
venas, las arterias que le dieron cabida en su interior?
Nuestra
esperanza y consuelo es que seremos liberados de esta carga de la carne, cuando
“enjuagará Dios toda lágrima de los ojos
de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más dolor; porque las primeras cosas
pasaron” (Apocalipsis 21:4) Jesús no es un muerto que ha vuelto a la vida,
como es el caso, por ejemplo, del joven de Naín y de Lázaro, que en cierta
ocasión fueron devueltos a una vida terrena destinada a terminar más tarde con
una muerte definitiva. La Resurrección
de Jesús nada tiene que ver tampoco con una superación de la muerte clínica
–tal como la conocemos en nuestros días-, que en un determinado momento acaba
irremediablemente con una muerte clínica sin retorno.
Si nuestra esperanza en Cristo se
limitara sólo a los límites de esta vida, seríamos los más desgraciados de
todos los hombres.
La profesión de fe en la resurrección es la respuesta a las apariciones; sólo
ellas redujeron la ambigüedad del sepulcro vacío y dieron origen a la
exclamación de los apóstoles: resucitó verdaderamente. Los evangelios nos
transmiten los siguientes datos: Las apariciones son descritas como presencia
real y carnal de Jesús, come, camina con sus discípulos, se deja tocar, oír y
hablar con ellos. Su presencia es tan real que puede ser confundido con un
viandante, con un jardinero o con un pescador. En Jesucristo recibimos la respuesta definitiva de Dios de que no fue
la muerte sino la vida, la última palabra que Dios pronuncio sobre el destino
humano.
Nosotros experimentamos en el
espíritu la resurrección de Jesús porque tanto Él como su causa se nos presenta
como realidades vivas y victoriosas. No se puede separar absolutamente la experiencia de los
primeros discípulos de la nuestra, y, si eso es así, también en la historia
será posible una experiencia semejante a la de los primeros discípulos. No
podemos esperar que en la historia aparezcan apariciones del resucitado como
las que narran los Evangelios, pero cuando
reaccionamos con misericordia y amor, cuando tenemos la capacidad de dar la
propia vida para dar vida a los otros, eso es vivir… Los cristianos de
Corintio, por poner un ejemplo de los orígenes estaban convencidos de que
vivían ya la plenitud porque si no fuera así vacía sería su predicación. Y lo
pensaban así porque vivían signos extraordinarios por todas partes: milagros,
don de lenguas…; que parecían triunfar sobre la realidad de lo cotidiano. «Los apóstoles comienzan a predicar sin
miedo y con audacia, y parecen contentos aun en medio de las persecuciones
alegres de tener sufrido algo por Jesús» (hech. 5.41).
Los discípulos que se encontraron con
el resucitado viven una nueva vida, con sentido y con gozo. No parecen estar
“tristes”, están acosados pero no abandonados (2Cor 4,8) los discípulos notaron
un cambio en sus vidas, pero no tan sólo porque en un primer momento pasan del
miedo a la valentía, sino porque en el medio de los trabajos y de los esfuerzos
que les sobrevinieron actúan con libertad y con gozo. Si los apóstoles siguieron creyendo
en Jesús, si lo proclamaron Mesías y señor abandonando familia y patria, si
incluso no dudaron en entregar su vida en el suplicio antes que negarlo es
porque tuvieron una experiencia singular que resolvería el gran escándalo de la
condena por el tribunal supremo judío y su posterior muerte a manos de los
romanos. Y esto sólo pudo ser la resurrección de los muertos.
¿Una supuesta alucinación? Es interesante destacar aquí, ante
la sugerencia de algunos estudiosos, que lo que vieron los discípulos fueran
alucinaciones, porque científicamente está demostrado que “los hombres sujetos a alucinaciones nunca llegan a ser héroes morales.” Sin embargo, el efecto de la resurrección de
Jesús fue continuo, y la mayoría de estos discípulos testigos, sufrieron la
muerte por predicar esta verdad.
Es imposible
que dos personas tuviesen la misma alucinación al mismo tiempo, e igualmente
imposible que unas 500 personas de
estado mental y temperamento promedio, en número variados, en tiempo diferente,
y en situaciones muy variadas experimentaran toda clase de impresiones
sensoriales, táctiles, auditivas y visuales, y que todas estas estuvieran
basadas en una supuesta alucinación colectiva.
Los discípulos dan testimonio de que
ellos también viven ya de algún modo la plenitud de la resurrección. Lo que hay
de triunfo en la resurrección no quedó tan sólo en Jesús, sino que se desbordó
y cambió la calidad de sus vidas. El error consiste en pensar que se vive más
en el mundo de la resurrección cuanto menos se vive en el mundo histórico.
Partiendo
del concepto paulino del Cielo observamos que Jesucristo en el evangelio
subraya que el destino feliz y final del hombre es un estar con Él.
Jesús
consuela a los Apóstoles en el sermón de despedida del jueves santo,
diciéndoles que va a prepararles sitio para que donde esté Él, estén también
los suyos (lc 14,2-3); anuncia a los
misericordiosos que en el gran día de su segundo advenimiento los llamará hacia
sí: «venid los benditos de mi Padre…».
Pablo nos
habla de un encuentro con Cristo como destino feliz del hombre después de la
muerte, destaca las palabras de Esteban, moribundo, diciendo: Señor Jesús,
recibe mi espíritu (Hech 7,59).
De igual
forma, Pablo en la carta a los filipenses en que desarrolla el dilema del
quedarse en este mundo o ir a Cristo: estoy apremiado por las dos cosas,
teniendo deseo de quedar libre para estar con Cristo, lo cual sería muy
preferible, pero el quedarme en la carne es más necesario por vosotros (Fil 2,23-24)
Pablo,
además anuncia la Parusía con el anhelado efecto de la reunión de los fieles
con Cristo glorioso: “seremos
arrebatados a las nubes para salir al encuentro del Señor en los aires; y así
estaremos siempre con el Señor” (1
Ts 4,17).
Las
expresiones paulinas expresan que la redención sólo se consumará en el futuro
escatológico en la unión mística con Cristo, no representa nada definitivo sino
que, a pesar de ser una gracia que perfecciona el ser y lo hace feliz, está
orientada hacia la consumación definitiva y permanente.
Vivir en el cielo es "estar con
Cristo" (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven "en
Él", aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera
identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17):
«Pues la vida es estar con Cristo;
donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino» (San Ambrosio,
Expositio evangelii secundum Lucam 10,121).
La Resurrección nos descubre nuestra
vocación cristiana y nuestra misión: acercarla a todos los hombres. El hombre
no puede perder jamás la esperanza en la victoria del bien sobre el mal. ¿Creo
en la Resurrección?, ¿la proclamo?; ¿creo en mi vocación y misión cristiana?,
¿la vivo?; ¿creo en la resurrección futura?, ¿me alienta en esta vida?, son
preguntas que cabe preguntarse.