jueves, 1 de abril de 2021

Jesús con su muerte nos abre las puertas del cielo

 


 “Pero si se predica de Cristo que resucitó de los muertos, ¿Cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpos vendrán?” ¿Cómo puede ocurrir esto? ¿Cómo es posible que estos muertos se levanten nuevamente y se unan a sus diversas almas, que muchos millones de años atrás fueron sepultados en la tierra, o tragados por el mar o devorados por fuego?» Cuerpos que se han reducido al más fino polvo, que ese polvo fue esparcido por la faz de la tierra, cuerpos que han sufrido miles de cambios, que alimentaron la tierra, se transformaron en alimento de otros seres…

Dios puede distinguir y guardar sin mezclarse con otros cuerpos, el particular polvo en el que se disolvieron nuestros cuerpos, y puede reunir sus partículas y juntarlas de nuevo sin importar lo lejos que se dispersen esas articulas. Dios es infinito tanto en conocimiento como en poder. Él sabe cuántas son las estrellas y las llama por su nombre; también puede decirnos el número de arenas en las playas de los mares; ¿y nos puede parecer increíble que conozca con precisión cada una de las partículas que formaron nuestros cuerpos? ¿Por qué habría de parecer extraño que Dios, que nos formó al comienzo, cuyos ojos vieron nuestros embriones, (“bien que en oculto fuimos formados y entretejidos en lo más profundo de la tierra” Salmo 139:15), conozca cada partícula de nuestro cuerpo en el que fuimos formados? El artífice conoce cada parte del reloj que arma; y si se desarmara totalmente y sus piezas se desparramaran podría reunirlas y distinguirlas unas de otras.

Qué  nos expliquen de todo lo que ocurre en este mundo antes que hablarnos de las dificultades para la resurrección. ¿Podrían explicarnos cómo fueron formados nuestros cuerpos? ¿Cómo fue hecha la primera gota de sangre, el corazón, las venas, las arterias que le dieron cabida en su interior?

Nuestra esperanza y consuelo es que seremos liberados de esta carga de la carne, cuando “enjuagará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:4) Jesús no es un muerto que ha vuelto a la vida, como es el caso, por ejemplo, del joven de Naín y de Lázaro, que en cierta ocasión fueron devueltos a una vida terrena destinada a terminar más tarde con una muerte definitiva. La Resurrección de Jesús nada tiene que ver tampoco con una superación de la muerte clínica –tal como la conocemos en nuestros días-, que en un determinado momento acaba irremediablemente con una muerte clínica sin retorno.

Si nuestra esperanza en Cristo se limitara sólo a los límites de esta vida, seríamos los más desgraciados de todos los hombres. La profesión de fe en la resurrección es la respuesta a las apariciones; sólo ellas redujeron la ambigüedad del sepulcro vacío y dieron origen a la exclamación de los apóstoles: resucitó verdaderamente. Los evangelios nos transmiten los siguientes datos: Las apariciones son descritas como presencia real y carnal de Jesús, come, camina con sus discípulos, se deja tocar, oír y hablar con ellos. Su presencia es tan real que puede ser confundido con un viandante, con un jardinero o con un pescador. En Jesucristo recibimos la respuesta definitiva de Dios de que no fue la muerte sino la vida, la última palabra que Dios pronuncio sobre el destino humano.

Nosotros experimentamos en el espíritu la resurrección de Jesús porque tanto Él como su causa se nos presenta como realidades vivas y victoriosas. No se puede separar absolutamente la experiencia de los primeros discípulos de la nuestra, y, si eso es así, también en la historia será posible una experiencia semejante a la de los primeros discípulos. No podemos esperar que en la historia aparezcan apariciones del resucitado como las que narran los Evangelios, pero cuando reaccionamos con misericordia y amor, cuando tenemos la capacidad de dar la propia vida para dar vida a los otros, eso es vivir… Los cristianos de Corintio, por poner un ejemplo de los orígenes estaban convencidos de que vivían ya la plenitud porque si no fuera así vacía sería su predicación. Y lo pensaban así porque vivían signos extraordinarios por todas partes: milagros, don de lenguas…; que parecían triunfar sobre la realidad de lo cotidiano. «Los apóstoles comienzan a predicar sin miedo y con audacia, y parecen contentos aun en medio de las persecuciones alegres de tener sufrido algo por Jesús» (hech. 5.41).

Los discípulos que se encontraron con el resucitado viven una nueva vida, con sentido y con gozo. No parecen estar “tristes”, están acosados pero no abandonados (2Cor 4,8) los discípulos notaron un cambio en sus vidas, pero no tan sólo porque en un primer momento pasan del miedo a la valentía, sino porque en el medio de los trabajos y de los esfuerzos que les sobrevinieron actúan con libertad y con gozo. Si los apóstoles siguieron creyendo en Jesús, si lo proclamaron Mesías y señor abandonando familia y patria, si incluso no dudaron en entregar su vida en el suplicio antes que negarlo es porque tuvieron una experiencia singular que resolvería el gran escándalo de la condena por el tribunal supremo judío y su posterior muerte a manos de los romanos. Y esto sólo pudo ser la resurrección de los muertos.

¿Una supuesta alucinación? Es interesante destacar aquí, ante la sugerencia de algunos estudiosos, que lo que vieron los discípulos fueran alucinaciones, porque científicamente está demostrado que “los hombres sujetos a alucinaciones nunca llegan a ser héroes morales.”  Sin embargo, el efecto de la resurrección de Jesús fue continuo, y la mayoría de estos discípulos testigos, sufrieron la muerte por predicar esta verdad.

Es imposible que dos personas tuviesen la misma alucinación al mismo tiempo, e igualmente imposible que unas 500 personas de estado mental y temperamento promedio, en número variados, en tiempo diferente, y en situaciones muy variadas experimentaran toda clase de impresiones sensoriales, táctiles, auditivas y visuales, y que todas estas estuvieran basadas en una supuesta alucinación colectiva.

Los discípulos dan testimonio de que ellos también viven ya de algún modo la plenitud de la resurrección. Lo que hay de triunfo en la resurrección no quedó tan sólo en Jesús, sino que se desbordó y cambió la calidad de sus vidas. El error consiste en pensar que se vive más en el mundo de la resurrección cuanto menos se vive en el mundo histórico.

Partiendo del concepto paulino del Cielo observamos que Jesucristo en el evangelio subraya que el destino feliz y final del hombre es un estar con Él.

Jesús consuela a los Apóstoles en el sermón de despedida del jueves santo, diciéndoles que va a prepararles sitio para que donde esté Él, estén también los suyos (lc 14,2-3); anuncia a los misericordiosos que en el gran día de su segundo advenimiento los llamará hacia sí: «venid los benditos de mi Padre…».

Pablo nos habla de un encuentro con Cristo como destino feliz del hombre después de la muerte, destaca las palabras de Esteban, moribundo, diciendo: Señor Jesús, recibe mi espíritu (Hech 7,59).

De igual forma, Pablo en la carta a los filipenses en que desarrolla el dilema del quedarse en este mundo o ir a Cristo: estoy apremiado por las dos cosas, teniendo deseo de quedar libre para estar con Cristo, lo cual sería muy preferible, pero el quedarme en la carne es más necesario por vosotros (Fil 2,23-24)

Pablo, además anuncia la Parusía con el anhelado efecto de la reunión de los fieles con Cristo glorioso: “seremos arrebatados a las nubes para salir al encuentro del Señor en los aires; y así estaremos siempre con el Señor” (1 Ts 4,17).

Las expresiones paulinas expresan que la redención sólo se consumará en el futuro escatológico en la unión mística con Cristo, no representa nada definitivo sino que, a pesar de ser una gracia que perfecciona el ser y lo hace feliz, está orientada hacia la consumación definitiva y permanente.

Vivir en el cielo es "estar con Cristo" (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven "en Él", aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17):

«Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino» (San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam 10,121).

La Resurrección nos descubre nuestra vocación cristiana y nuestra misión: acercarla a todos los hombres. El hombre no puede perder jamás la esperanza en la victoria del bien sobre el mal. ¿Creo en la Resurrección?, ¿la proclamo?; ¿creo en mi vocación y misión cristiana?, ¿la vivo?; ¿creo en la resurrección futura?, ¿me alienta en esta vida?, son preguntas que cabe preguntarse.

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