viernes, 22 de enero de 2021

La oración en tiempos de pandemia

 

Ha caído nuestro orgullo occidental de ser omnipotentes protagonistas del mundo moderno, señores de la ciencia y del progreso. En plena cuarentena doméstica y sin poder salir a la calle, comenzamos a valorar la realidad de la vida familiar. Algunos se preguntan dónde está Dios en estos momentos. Está en las víctimas de esta pandemia, está en los médicos y sanitarios que atienden a los enfermos, está en los científicos que buscan vacunas para el Coronavirus, está en todos los que en estos días colaboran y ayudan para solucionar el problema, está en los que rezan por los demás, en los que difunden esperanza.

¿Sirve la oración ante esta catástrofe? Por supuesto que sí, pero aclarando a qué Dios nos dirigimos. En primer lugar tenemos que rechazar la idea de que se trata de un castigo de Dios, al que hay que suplicar que tenga misericordia de nosotros y deje de castigarnos. Dios no castiga ni prueba a nadie: Respeta, se solidariza, ayuda… Se nos informa metódicamente de los infectados y los muertos a escala planetaria. ¡Aplastante información masiva! Y las consecuentes sobredosis de angustias y obsesiones.

Ciertamente, es un misterio que nosotros le podamos suplicar a Dios, pidiendo su ayuda en nuestra vida. El mismo Dios omnipotente se ha dejado emocionar por nuestra voz, cuando recibe nuestras peticiones. El mismo Jesucristo la ha comparado con un padre de la tierra: no necesita del hijo, pero goza cuando el hijo le suplica y pide su asistencia. “La oración de petición, un modo de colaborar con Dios.” Afirma Xabier Pikaza.

Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.” Filipenses 4: 6- 7.Pablo nos está enseñando a dejar de preocuparnos e ir a Dios en oración y súplica. Quedarse quieto y orar no significa ser pasivo y aceptar sin más el destino. Quedarse quieto es un acto de fe, es descansar en Dios, el fin de todas las preguntas, dudas y esfuerzos inútiles.

Los cristianos sabemos que la petición es infalible: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe, el que busca halla y al que llama se le abre” (Mt 7, 7-8). Las peticiones llamadas y búsquedas del mundo acaban muchas veces en fracaso. Dios es diferente: la puerta de su corazón se mantiene siempre abierta, atentos sus oídos, despierta su mirada. Dios nos oye por el Cristo, de manera que "todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dará” (Jn 16,23). Los creyentes de Jesús sabemos que Dios mira, atiende, escucha... Dios conoce nuestras necesidades y responde a nuestras peticiones. Frente a un dios de pura ley que tiene escritos sus caminos de antemano, hemos hallado a un Dios de amor que hace camino con nosotros, sus hijos, sus hermanos y hermanas. Por eso le invocamos, pidiéndole ayuda y compañía.

No importa lo que le suceda en el mundo, ¡no hay poder en el infierno que pueda robar la paz de Dios a través de Jesucristo, y la cual es implantada en nuestra alma! Dios tendrá a sus hijos gobernados por su paz. Y la paz de Dios gobierne en vuestros corazones.”  Por momentos desde el dolor y el sufrimiento, pensamos en una incomprensible crueldad, como si Dios nos dijera: “arréglatelas como puedas” Muchas veces nos culpamos buscando respuestas al proporcionado “castigo” que nuestra obstinación merece. Pero en un oráculo cargado de esperanza, Dios proclama en el libro de Isaías: “Era como una esposa joven abandonada y  afligida, pero tu Dios te vuelve a llamar y te dice: por un pequeño instante te abandonaré, pero con bondad inmensa te volveré a unir conmigo. En un arranque de ira,  por un momento, me oculté de ti, pero con amor eterno te tuve compasión». (Is 54: 6,8). El Dios cristiano “nos abandona”, pero ese abandono es su peculiar forma de estar con nosotros. Debemos recordar que el Señor entiende su paz como diferente de la paz humana, la del mundo, cuando dice: ”Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo” (Juan 14:27). La de Jesús es otra paz, diferente de la mundana. En este tiempo de dificultad algunas personas tienen sus corazones turbados y algunos viven en temor, secretamente plagados de pánico, agitación y noches de insomnio. Para muchos, la paz va y viene, dejándolos preocupados, inquietos y maltratados por el estrés. Sin embargo, Zacarías profetizó que el Mesías vendría para “que, librados de nuestros enemigos, sin temor le serviríamos en santidad y en justicia delante de él, todos nuestros días” (Lucas 1:74-75).

Mientras se prepara para morir en el huerto de Getsemaní, Jesús pide al ser humano que participe en su impotencia. Ese gesto es una forma de comunión con lo sagrado que reconoce la autonomía del mundo y la responsabilidad del hombre: «El mundo adulto –escribe Bonhoeffer– está más sin Dios que el mundo no adulto, y precisamente por esto quizás más cercano a Él».

El pesimismo es una tentación moderna. Algunas grandes epidemias y el hambre de millones de personas en el mundo son problemas que la humanidad puede resolver. Esto, unido al egoísmo que existe también a nivel político, hace que estemos especialmente sensibilizados ante el tema. Debemos trabajar mucho todos para que este problema se reduzca lo máximo posible. Como repetía Benedicto XVI, “el hombre del tercer milenio desea una vida auténtica y plena, tiene necesidad de verdad, de libertad profunda, de amor gratuito. También en los desiertos del mundo secularizado, el alma del hombre tiene sed de Dios, del Dios vivo”. De ahí la responsabilidad de los creyentes, cada uno desde su sitio, de aportar luces nuevas, en la estela de los primeros cristianos. El Espíritu, como invoca una oración clásica,  renueva todas las cosas, también la vida de los cristianos. Nos hace capaces de encontrar modalidades que sean adecuadas a los tiempos y a las situaciones.

No hay comentarios:

Publicar un comentario