Ha caído
nuestro orgullo occidental de ser omnipotentes protagonistas del mundo moderno,
señores de la ciencia y del progreso. En plena cuarentena doméstica y sin poder
salir a la calle, comenzamos a valorar la realidad de la vida
familiar. Algunos se preguntan dónde está Dios en estos
momentos. Está en las víctimas de esta pandemia, está en los médicos y
sanitarios que atienden a los enfermos, está en los científicos que buscan
vacunas para el Coronavirus, está en todos los que en estos días colaboran y
ayudan para solucionar el problema, está en los que rezan por los demás, en los
que difunden esperanza.
¿Sirve la oración ante esta
catástrofe? Por
supuesto que sí, pero aclarando a qué Dios nos dirigimos. En primer lugar
tenemos que rechazar la idea de que se trata de un castigo de Dios, al que hay
que suplicar que tenga misericordia de nosotros y deje de castigarnos. Dios no
castiga ni prueba a nadie: Respeta, se solidariza, ayuda… Se nos informa
metódicamente de los infectados y los muertos a escala planetaria. ¡Aplastante
información masiva! Y las consecuentes sobredosis de angustias y obsesiones.
Ciertamente,
es un misterio que nosotros le podamos suplicar a Dios, pidiendo su ayuda en
nuestra vida. El mismo Dios omnipotente se ha dejado emocionar por nuestra voz,
cuando recibe nuestras peticiones. El mismo Jesucristo la ha comparado con un padre
de la tierra: no necesita del hijo, pero goza cuando el hijo le suplica y pide
su asistencia. “La oración de petición, un modo de
colaborar con Dios.” Afirma Xabier Pikaza.
“Por nada
estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en
toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa
todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en
Cristo Jesús.” Filipenses 4: 6- 7.Pablo
nos está enseñando a dejar de preocuparnos e ir a Dios en oración y súplica.
Quedarse quieto y orar no significa ser pasivo y aceptar sin más el destino.
Quedarse quieto es un acto de fe, es descansar en Dios, el fin de todas las
preguntas, dudas y esfuerzos inútiles.
Los cristianos sabemos que la petición es infalible: “Pedid
y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que
pide recibe, el que busca halla y al que llama se le abre” (Mt 7, 7-8). Las
peticiones llamadas y búsquedas del mundo acaban muchas veces en fracaso. Dios
es diferente: la puerta de su corazón se mantiene siempre abierta, atentos sus
oídos, despierta su mirada. Dios nos oye por el Cristo, de manera que "todo lo
que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dará” (Jn 16,23). Los creyentes de
Jesús sabemos que Dios mira, atiende, escucha... Dios conoce nuestras
necesidades y responde a nuestras peticiones. Frente a un dios de pura ley que
tiene escritos sus caminos de antemano, hemos hallado a un Dios de amor que
hace camino con nosotros, sus hijos, sus hermanos y hermanas. Por eso le
invocamos, pidiéndole ayuda y compañía.
No importa
lo que le suceda en el mundo, ¡no hay
poder en el infierno que pueda robar la paz de Dios a través de Jesucristo, y
la cual es implantada en nuestra alma! Dios tendrá a sus hijos gobernados
por su paz. “Y la paz de Dios
gobierne en vuestros corazones.” Por momentos desde
el dolor y el sufrimiento, pensamos en una incomprensible crueldad, como si
Dios nos dijera: “arréglatelas como puedas” Muchas veces nos
culpamos buscando respuestas al proporcionado “castigo” que nuestra
obstinación merece. Pero en un oráculo cargado de esperanza, Dios proclama en
el libro de Isaías: “Era como una esposa joven abandonada
y afligida, pero tu Dios te vuelve a llamar y te dice: por un
pequeño instante te abandonaré, pero con bondad inmensa te volveré a unir
conmigo. En un arranque de ira, por un momento, me oculté de ti, pero
con amor eterno te tuve compasión». (Is
54: 6,8). El Dios cristiano “nos abandona”, pero ese abandono
es su peculiar forma de estar con nosotros. Debemos recordar que el Señor
entiende su paz como diferente de la paz humana, la del mundo, cuando dice: ”Os
dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo” (Juan 14:27). La de Jesús es otra paz,
diferente de la mundana. En este tiempo de dificultad algunas personas tienen
sus corazones turbados y algunos viven en temor, secretamente plagados de
pánico, agitación y noches de insomnio. Para muchos, la paz va y viene,
dejándolos preocupados, inquietos y maltratados por el estrés. Sin embargo,
Zacarías profetizó que el Mesías vendría para “que, librados de nuestros
enemigos, sin temor le serviríamos en santidad y en justicia delante de
él, todos nuestros días” (Lucas 1:74-75).
Mientras se
prepara para morir en el huerto de Getsemaní, Jesús pide al ser humano que
participe en su impotencia. Ese gesto es una forma de comunión con lo sagrado
que reconoce la autonomía del mundo y la responsabilidad del hombre: «El
mundo adulto –escribe Bonhoeffer– está más sin Dios que el mundo no
adulto, y precisamente por esto quizás más cercano a Él».
El pesimismo es una tentación
moderna. Algunas
grandes epidemias y el hambre de millones de personas en el mundo son problemas
que la humanidad puede resolver. Esto, unido al egoísmo que existe también a
nivel político, hace que estemos especialmente sensibilizados ante el tema.
Debemos trabajar mucho todos para que este problema se reduzca lo máximo
posible. Como repetía Benedicto XVI, “el
hombre del tercer milenio desea una vida auténtica y plena, tiene necesidad de
verdad, de libertad profunda, de amor gratuito. También en los
desiertos del mundo secularizado, el alma del hombre tiene sed de Dios, del
Dios vivo”. De ahí la responsabilidad de los creyentes, cada uno desde
su sitio, de aportar luces nuevas, en la estela de los primeros
cristianos. El Espíritu, como invoca una oración clásica, renueva todas
las cosas, también la vida de los cristianos. Nos hace capaces de
encontrar modalidades que sean adecuadas a los tiempos y a las situaciones.
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