En el sermón de la cena, Jesús mostró una serenidad imperturbable. De allí se dirigió a Getsemaní. Era un campo pequeño plantado de olivos, de donde salio el joven de quien nos habla San Marcos, (Mc14,51). Allí se dirigió a sus discípulos para retirarse a orar.
Jesús pasó muchas noches en oración. Desde el principio de su predicación lo vemos seguir esta práctica. En vísperas de los grandes sucesos, por ejemplo, en la elección de sus apóstoles, se entrega a una prolongada oración (Lc 6,12). Pero ningún de los acontecimientos pasados era comparable con este. Se trataba de la lucha suprema.
Jesús siente real y verdaderamente tristeza, una tristeza infinita, pero sabemos por San Pablo que el Redentor tenía que ser “probado en todo a nuestra semejanza menos en el pecado” (Hbr 4,15).
La actitud de Jesús en semejante desolación es la de dirigirse al Padre en busca de consuelo. Y esto por medio de la oración. “Hágase en mi tu voluntad” (Mt26,42)¡ Y Qué obediencia, qué respecto, qué amor a la voluntad del padre! No lo dispenso el Padre de beber el Cáliz, pero le envío un ángel. Jesús se dejó consolar.
Es posible que a nosotros no se nos aparte el Cáliz y nos veamos obligados a beberlo, pero tendremos en virtud de nuestra oración, la fuerza necesaria para beberlo sin desfallecer. La oración no vuelve del cielo nunca vacía. Podrá ser que no cambie el curso de los acontecimientos pero nos cambia a nosotros, y eso es lo que más interesa.
El asombroso acontecimiento en el Monte de los Olivos brinda muchas enseñanzas. A caso nos guarden en la vida muchas desgracias y pruebas. No hay vida humana sin sufrimientos. Pero, aún que tengamos que derramar gotas de sangre recitemos la oración “Padre, no se haga lo que yo quiero, sino lo que tu quieres” (Mt26,39).
¡Que magnifico ejemplo de cumplimiento fiel de la misión, plenamente reconocida, nos da Cristo en el Monte de los Olivos, cuando suda gotas de sangre. Perseverar en el cumplimiento del deber, permanecer fiel a los principios, ofrecer a pecho descubierto las desgracias: todo eso nos enseña el ejemplo del Señor.
Si a Jesús le fue necesaria la Cruz para entrar en la gloria, también a nosotros. Para aprovecharnos de ella, deberemos, en primer lugar, recurrir a la oración. Retirémonos, busquemos la soledad, y en ella oremos con reverencia. Suframos con paciencia: Imitemos a Cristo: ¡Con qué dulzura recibe a Judas, que lo iba entregar! Se dejó besar. Ante Pilato Jesús callaba (Mt26,63) le escupieron, lo coronaron de espinas, desgarraron sus carnes, y el manso como un cordero.
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