Son numerosas las personas que cuando se les pregunta por
sus creencias religiosas te responden:” hombre, haber… ¡algo hay!” Al menos yo
me he encontrado con unas cuantas que me han respondido así. ¿Pero en qué Dios creemos los cristianos? ¿En un
“dios difuso’”, un “dios-spray”, que está en todas partes, pero que no se sabe
qué es? Dios es “una Persona”, una persona concreta, es un Padre, y por tanto
la fe en Él nace de un encuentro vivo, del que se hace una experiencia
tangible.
En el Antiguo Testamento, la afirmación “Dios es el
VIVIENTE” significa que es el que da vida a todos los seres, que es poderoso y
victorioso y está presente con su acción al lado de sus hijos, de modo que por
eso podemos poner en Él toda nuestra confianza, por lo tanto, también la
interpretación de Dios como persona es sólida porque, independientemente de los
supuestos filosóficos, se apoya
directamente en la fe. La Biblia al expresarse en un lenguaje simbólico,
presenta en muchísimas páginas la relación entre el hombre y Dios en términos
de yo-Tú. Además los cristianos nos
dirigimos a Dios en la oración como a un Tú poderoso y misericordioso, al que
podemos abandonarnos con entera confianza. Dios se ha hecho el encontradizo con
los hombres en la persona de Jesucristo, pero la experiencia de Cristo consiste
en reconocer en Él su vida, sus palabras, sus actitudes y comportamientos con
los demás, la donación de Dios sin límites hacia nosotros. Por nuestra parte la entrega ha de ser
absoluta a ese amor, con todo el corazón, aquel que sólo Dios merece y que sólo
a Él puede no defraudar, sabiendo que es
Él el que realmente se entrega absolutamente y nunca defrauda. La conversión
interior, el cambio de corazón que supone esta experiencia con Cristo es la que
puede dar lugar a actitudes como: “Señor
qué quieres que haga” (Hch 22,10) o “ yo sé de quién me he fiado” ( 2 T. 1,12).
Pero también es cierto que muchas veces la Iglesia, nuestra Iglesia, constituye un grave obstáculo y un escándalo
doloroso para muchos cristianos comprometidos, callando cuando debería hablar y
hablando cuando debería callar, también cuando dice y no hace…
Tampoco faltan en la Iglesia los “fariseos y saduceos” de
turno, que bajo engaño de motivaciones religiosas la utilizan para sus
intereses sirviéndose y abusando de ella. Así mismo, están los que la denuncian
como adúltera y terminan abandonándola buscando a Jesús fuera de ella,
liberándose así de lo que ellos llaman tinglado institucional. Sin embargo toda
forma de separar a Jesús de la Iglesia (Jesús
sí, Iglesia no) es una alternativa eclesial al margen de la Iglesia de Jesús,
que está condenada al fracaso de las sectas.
El seguimiento de Jesús ha de ser comunitario y eclesial
en continuidad con la tradición, pues todo intento de “ser cristiano por libre”
es una patología eclesial y teológica. La fe no es una ideología racionalista,
sino un encuentro con el resucitado, una experiencia de encuentro personal.
Los Evangelios contienen muchos relatos de ocasiones en
que Jesús comía con otros. Él se
aprovechó de estas ocasiones informales de compañerismo para compartir verdades
espirituales profundas sobre el Reino de Dios. Todos necesitamos momentos de unión y fraternidad para suplir las
necesidades individuales, para conocernos mejor e ir creando lazos afectivos
entre los hermanos.
A todo cristiano lúcido
le toca una difícil misión: luchar desde la Iglesia para transformarla
evangélicamente aceptando su pecado, caminando hacia su conversión, y en esto
estamos todos en proceso, camino…
Los cristianos debemos tener los ojos limpios para
reconocer y amar a nuestra Iglesia a pesar de sus años, arrugas y debilidades,
pues es la madre que nos ha engendrado en la fe y nos ha transmitido el
misterio de Jesús. Cierto, que algunos buscan en la Iglesia “el prodigio” de
una santidad consumada, otros buscan poder y protagonismo. Pero no olvidemos
nunca que la Iglesia de Jesús lleva en su corazón el escándalo de la Cruz de su
Señor (1 Cor 1-17 .31) Y el Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos,
también da vida al pobre cuerpo de la Iglesia (Rom 8:11) Porque somos hermanos,
hemos de ayudarnos mutuamente: “Sobrellevad los unos las cargas de los otros” (
Galatas 6:2). San Pablo dice lo mismo respecto al sufrimiento: “de manera que
si un miembro padece todos los miembros se duelen con él, y si un cuerpo recibe
honra, todos los miembros con él se gozan”. San Juan escribió: “En esto
conocerán que sois mis discípulos, si tuvierais amor los unos con los otros”
(Juan 13:35)
Recordemos también las palabras del Papa Francisco: “La
Iglesia necesita que todos nosotros seamos profetas: no críticos, eso es otra
cosa», porque no es ciertamente un profeta que se enfrenta siempre a «un juez
crítico, al que no le gusta nada: “No, eso no va bien, no va bien, no va bien,
no va; esto debe ser así...””. En cambio, “el profeta es quien reza, mira a
Dios, mira a su pueblo, siente dolor cuando el pueblo se equivoca, llora —es
capaz de llorar por el pueblo— pero es capaz también de jugársela bien por
decir la verdad”.
Pidamos al Señor que no le falte a la Iglesia este
servicio de la profecía y que nos envíe profetas como Esteban, que ayuden a
revitalizar nuestras raíces, nuestra pertenencia, para ir siempre adelante.
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