lunes, 4 de abril de 2011

Creer en tiempos de laicismo


Esta sociedad en que vivimos acapara nuestra atención con el trabajo, con los deportes, con las múltiples posi­bilidades de ocio y de entretenimien­to. Dentro de un cambio cultural muy amplio, nos vemos invadidos por un estilo de vida en el que Dios y nues­tra plenitud humana se consideran incompatibles. Para ser libre, para ser moderno, para disfrutar de la vida –se repite hasta saciedad- hay que prescin­dir de Dios, liberarse de la religión y de todo lo que tiene relación ella. 1.


Un laicismo combativo


Para saber a qué atenernos en la vida práctica necesitamos ver con claridad en qué consiste esta ideología laicis­ta que tratan de imponernos como marco de la vida social y personal. Es innegable que tiene una estructura bien defi­nida aunque ni siquiera la perciban con claridad muchas personas que la padecen. El dato básico consiste en negar la existencia de Dios o ponerla entre paréntesis. En la menta­lidad laica los valores supremos son la libertad, el progreso y, como resultado del progreso, el bienestar material. No importa lo bueno o lo malo; importa, eso sí, lo progresista y lo no progresista, lo de­mocrático y lo no democrático, sin más consideraciones. Nuestra sociedad se considera autosuficiente y dueña de sí misma, y no necesita, por tanto, referencias a una moral objetiva, superior y vinculante.


Los católicos no queremos imponer a nadie nues­tras convicciones y nuestro modo de vivir, pero tampoco podemos permitir que nos impongan los del laicismo usando y abusando de los medios de comunicación. En estas circunstancias hemos de redescubrir el significado profundo de la fe y puede ser tiempo oportuno el camino cuaresmal. Se trata de una gran oportunidad para ponernos al día y dar la respuesta conveniente a la situación que vivimos. Hemos de plantearnos seriamente la autenticidad de nuestra vida.


En estos momentos la imagen de la barca agitada por las olas y los vientos, es una buena representación de nues­tra Iglesia. Es verdad que caminamos entre dificultades, a cada momento tenemos que reafirmar nuestra fe ante otras maneras de entender la vida, el matrimonio y la familia, la moral personal y social. Pero en todas estas dificultades contamos con la presen­cia del Señor que nos acompaña, nos ilumina y nos sostiene. Nuestra fuerza no está en el número de afiliados, ni en el poder cultural o social, ni en el dinero, sino en la fidelidad y la autenticidad de nuestra fe, en la fortaleza de nuestra esperanza y en el testimonio incontestable de nuestro amor a Dios y a los hermanos, especialmente a los más pobres.


En definitiva se trata de entender y aceptar el misterio de la Cruz. En la debilidad de la Cruz se manifiesta el poder de Dios, que no es otra cosa que la fuerza del amor llevado hasta las últimas consecuencias. Dios no ejerce su poder imponiéndose y res­peta definitivamente nuestra libertad. Por eso su fuerza es sólo el amor lle­vado hasta la muerte en suprema de­bilidad como consecuencia de nuestra ceguera. En este amor irrevocable está nuestra fuerza, el cimiento de nues­tra vida y el verdadero argumento de nuestra acción evangelizadora.


No podemos vivir la fe acobardados, como si no tuviera nada que ver con la vida de cada día. La Cuaresma es el tiempo adecuado para fortalecer nuestra fe debilitada, para clarificar la comprensión de la verdad profunda de la vida, para ajustar nuestra con­ducta a lo que creemos y tratamos de vivir, para enriquecer nuestra vida actual con la influencia y la presencia de la vida futura que tenemos ya co­gida con los brazos del amor y de la esperanza. 2.


Creer, ¿por qué no?


No es bueno rechazar la fe sin más ni más. O vivir al margen de ella. Puede ser interesante romper prejuicios y lugares comunes para preguntarse seriamente si no será quizá la fe el camino justo.


“El que no cree –escribió en su día J. Ratzinger- puede sentirse seguro de su incredulidad, pero siempre le atormenta la sospecha de que ‘quizás sea verdad’… Tanto el creyente como el no creyente participan cada uno a su modo, de la duda y de la fe, siempre y cuando no se oculten a sí mismos y a la verdad de su ser” [1]


Ciertamente no hay por que pensar que los no creyentes viven en la angustia y en la inquietud continua. La vida humana puede ser feliz en algunos momentos, al margen de Dios y de la fe religiosa. Aquí se trata de preguntarse seriamente si la fe cristiana puede ofrecer algunas indicaciones esenciales al hombre en su búsqueda de algo más.


La investigación científica moderna nos permite saber mucho y la tecnología actual nos permite liberarnos de graves incomodidades. Sin embargo cuanto más sabemos, tanto más nos damos cuenta de lo poco que sabemos. Dios ¿no se encontrará quizás en el fondo de ese no saber? La ciencia no es el único saber. En todo caso no lo sabe todo. Ilumina un trecho del camino pero no es de su competencia afirmar que lleve a alguna o a ninguna parte. ¿Por qué entonces no pedir a la religión un complemento de información? Está claro que el conocimiento racional no puede darnos el origen y la finalidad del universo. “No todo lo real es objeto de ciencia, afirma J. Delumeau. Para mi el misterio existe, y acepto ponerme de rodillas para acoger humildemente su revelación…He aquí por qué, como historiador, no rechazo como mitos y leyendas los textos que abren un resquicio sobre el misterio”[2] .


La revelación no es una claridad que lo haga comprender todo; Dios irrumpe muchas veces en la historia humana no como un terremoto, sino como una brisa suave (Cf. 1 Re 19, 11 – 13). En el Nuevo Testamento la potencia de Dios aparece en lo humilde y en lo frágil. Baste pensar en Belén o en el lavatorio de los pies de los discípulos por parte de Jesús. No se puede concebir a Dios al estilo de los poderosos de la tierra. La visión de Dios en la figura del crucificado revoluciona de tal manera la idea de Dios que nunca podremos acostumbrarnos a este Dios impotente. Si Dios no es más que amor, no ha de resultarnos extraño que se nos presente pobre, humilde y dependiendo de los demás. Viene a la mente aquel pasaje en que S. Agustín confiesa que el resultado de su búsqueda no fue positivo hasta que aceptó el encuentro con el Dios humilde: “Yo, que no era humilde, no tenía a Jesús humilde por mi Dios”[3] .


El camino cristiano es sencillo; todas las complicaciones empiezan cuando falta la sencillez de corazón. Todo se vuelve entonces verdaderamente complicado, porque aunque yo consiguiese hacer las cosas perfectamente, el problema de la fe permanecería intacto, porque no habría empezado todavía a responder al desafío de los hechos, que me llaman a otra cosa. Como decía Chesterton, “los sabios – se dice – no ven respuesta al enigma de la razón. Lo malo no es que los sabios no vean la respuesta, sino que no ven el enigma”[4].


“Pienso que la Iglesia debería abrir también hoy una especie de ‘patio de los gentiles’, donde los hombres puedan de algún modo engancharse con Dios, sin conocerle y antes de que hayan encontrado el acceso a su misterio, a cuyo servicio se encuentra la vida interior de la Iglesia”. Esta propuesta de Benedicto XVI no puede dejarnos indiferentes a la hora de plantear el modo de hacer presente la fe a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.


La fe no es algo puramente subjetivo o sentimental. “Hay algo en nuestra experiencia que viene de fuera de ella: imprevisible, misterioso, pero que entra en nuestra experiencia. Si es imprevisible, no inmediatamente visible, misterioso, ¿con qué instrumento de nuestra personalidad captamos esa Presencia? Con ese instrumento que se llama fe”. De tal modo ocurre esto que la fe se convierte en una forma de conocimiento: “He dicho que la fe es una forma de conocimiento que está por el límite de la razón. Porque capta una cosa que la razón no puede captar: “La presencia de Jesús entre nosotros”. “La fe es un acto de conocimiento que reconoce la presencia de algo que la razón no puede captar, pero que, sin embargo, debe afirmarse pues de otro modo se eludiría, se eliminaría algo que está en la experiencia [...]; es inexplicable, pero está dentro. Entonces por fuerza, hay en mí una capacidad de comprender, de conocer un nivel de la realidad que es mayor que el acostumbrado”[5].


Dice von Balthasar: “El modo como los Apóstoles, israelitas creyentes, trataron con el Señor, era fundamentalmente [absolutamente] veterotestamentario. [...] En un primer momento, los discípulos son ciegos y obstinados como el pueblo, no entienden nada, tienen poca fe, les falta el coraje necesario para creer, están ansiosos de prodigios, son ambiciosos y, en suma, dignos representantes de su estirpe [es un consuelo para nosotros]. La dificultad que el trato con el Señor plantea a los Apóstoles no radica en la experiencia sensible [no es que no vieran: veían], sino en la fe [se detenían antes], que debe ser proporcionada a este objeto y completamente capaz de percibirlo”[6].


BIBLIOGRAFÍA [1] J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca, 1970, 28 [2] Cf. J. DELUMEAU, Ce que je crois, Grasset, París, 1985, 113 – 114 [3] S. AGUSTÍN, Confesiones VII, 18 – 24 [4] G. K. CHESTERTON, Ortodossia, Morcelliana, Brescia 1926, 46 [5] L. GIUSSANI, ¿Se puede vivir así?, Ed. Encuentro, Madrid 2007, 199 – 200 [6] H.U. von Balthasar, La percepción de la forma, en Gloria. Una estética teológica, vol. 1, Encuentro, Madrid, 1985, 305 – 306

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