miércoles, 1 de marzo de 2017

¿Hizo Jesús un milagro a un homosexual?


Alvarez Valdes.
Licenciado en teología
Las iglesias cristianas suelen condenar de manera terminante la práctica homosexual. La consideran un acto intrínsecamente desordenado e inaceptable. El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, por ejemplo, la califica de grave depravación, y de triste consecuencia del rechazo a Dios (nº 2357). Y algunos teólogos protestantes, como Kart Barth, la han llamado “fenómeno perverso” y “una inversión del orden natural de la creación”. A su vez, todos dicen oponerse a ella basándose en la Biblia.
Ahora bien, resulta curioso que en los Evangelios no exista ninguna frase o enseñanza de Jesús sobre el tema, algo sumamente llamativo porque la homosexualidad era un fenómeno bastante extendido en la cultura greco-romana de su tiempo. Los poetas la ensalzaban en sus obras; la sociedad la toleraba como un hecho habitual; y Palestina estaba rodeada e impregnada de esa cultura. Basta ver un mapa del país para comprobar que existían unas 30 ciudades griegas en su territorio.
¿Cómo es que Jesús no opinó o aludió nunca a esa cuestión? Un número creciente de biblistas, como T. Horner (1978), M. Gray-Fow (1986), G. Theissen (1987), D. Mader (1992), J. E. Miller (1997), T. D. Hanks (2000), T. Jennings (2004), T. Benny Liew (2004), R. Goss, y X. Pikaza (2006), sostienen que no hallamos en los Evangelios referencias a ella porque Jesús nunca condenó expresamente la homosexualidad. Y para ilustrarlo, afirman que una vez le hizo un milagro a un homosexual sin cuestionar su condición. El favorecido fue un centurión de Cafarnaúm (Mt 8,5-13).
Tierra de dos gobiernos
Este hombre es uno de los personajes más impresionantes del Evangelio. Se trata del único militar que acude a Jesús. El único que le pide un milagro a distancia. El único que le contó una parábola. Y el único al que Jesús alabó por tener la fe “más grande” de todo Israel (Mt 8,10), colocándolo así por encima de sus discípulos y de la virgen María.
El relato comienza diciendo que cierto día en que Jesús se hallaba en Cafarnaúm, se le acercó un centurión para rogarle: “Señor, mi muchacho está en casa enfermo de parálisis y sufre terriblemente” (Mt 8,6).
En aquella época, Palestina contaba con dos clases de ejércitos. Uno era el de Roma, ya que el país estaba sometido a su dominio desde hacía muchos años. El Nuevo Testamento menciona a varios de sus integrantes: el soldado (Mc 15,16), el centurión (Mc 15,39), el tribuno (Jn 18,12), la cohorte (Jn 18,3), la caballería (Hch 23,23). Todos ellos dependían del gobernador romano Poncio Pilato.
Pero Pilato sólo administraba el centro y sur del país (Samaria, Judea e Idumea), y sólo allí estaban sus tropas, mientras que el milagro de Jesús ocurrió en Cafarnaúm, es decir, al norte. Por lo tanto, este militar no pertenecía al ejército de Pilato. Formaba parte del regimiento provinciano de Galilea, que protegía esa región, y dependía del tetrarca Herodes Antipas. Aunque más modesto y reducido que el romano, estaba organizado a semejanza de éste, tanto en su estructura, como en su jerarquía y su disciplina. Sus integrantes eran en su mayoría paganos, y de cultura griega. De hecho, Mateo indica expresamente que el militar que fue a verlo no era judío (Mt 8,10).
Ni hijo ni sirviente
Este oficial tenía el grado de “centurión”. Así se llamaban los que estaban al frente de una centuria, es decir, cien soldados. Tenía, pues, una categoría alta dentro del ejército herodiano.
La presencia de un funcionario de esa jerarquía en Cafarnaúm es comprensible. La ciudad se hallaba en la frontera internacional, a sólo 5 kilómetros del límite entre Galilea y Galaunítide. Además, la atravesaba una de las rutas comerciales más importantes del país. Por eso estaba protegida por una centuria. El centurión era la máxima autoridad civil de la ciudad.
Según Mateo, el militar se presentó ante Jesús y le rogó que curara a un joven paralítico que estaba en su casa y sufría mucho. ¿Quién era el enfermo? Mateo no lo dice. Sólo lo identifica con la palabra “páis”, término griego que significa “joven”, “muchacho”. Algunas Biblias lo traducen por “sirviente”. Pero es un error, porque cuando Mateo se refiere a un sirviente usa la palabra “doúlos”. Así por ejemplo, en este mismo episodio el centurión le dice a Jesús: “cuando le pido a mi sirviente (doúlos) que haga algo, lo hace” (v.9). Evidentemente el muchacho no era un sirviente. Otras Biblias prefieren traducirlo por “hijo”. Pero tampoco es correcto, porque Mateo para hablar de un hijo emplea el término “houiós”, como se ve también en este episodio (v.12). Nunca, de las 26 veces que Mateo utiliza la palabra “páis”, se refiere a un “hijo”.
Existe además una razón histórica que impide traducirlo por “hijo”. Y es que los centuriones tenían prohibido casarse y tener hijos mientras prestaban servicio en el ejército. Sabemos que hacia el año 13 a.C. el emperador Augusto prohibió mediante una ley a los soldados que estaban por debajo del grado de oficiales senatoriales y ecuestres (incluidos los centuriones) tomar esposa y formar una familia. La prohibición fue levantada en el 197 d.C. por el emperador Septimio Severo. Por lo tanto, el muchacho paralítico no podía haber sido hijo del centurión.
Por un sueldo superior
Si el joven enfermo no era ni sirviente ni hijo del centurión, ¿qué relación tenía con él? Existe un tercer sentido de la palabra “páis” (muchacho), conocido gracias a los estudios de la literatura clásica, y es el de “amado” o “favorito” en una relación homosexual. Se lo llamaba “muchacho” afectuosamente, aun cuando fuera adulto.
En efecto, historiadores griegos como Tucídides (s.V a.C.), Jenofonte (s.IV a.C.), Calímaco (s.III a.C.), Polieno (s.II a.C.) y Plutarco (s.I), cuentan cómo ya en aquel tiempo los comandantes griegos solían tener sus jóvenes amantes (“páis”) dentro del ejército, con los cuales convivían. Algunos describen incluso las peleas que a veces se daban entre los oficiales por “algún muchacho bello en el que un soldado había puesto su corazón”. Otros autores e historiadores romanos como Plauto (s.III a.C.), Valerio Máximo (s.I), Marcial (s.I) y Tácito (s.II) narran historias de oficiales de la legión romana que tenían soldados como amantes, y dan hasta los nombres de ciertos centuriones afectos a esas prácticas.
El término “páis”, pues, en el ambiente castrense antiguo, era comúnmente utilizado para referirse al joven amante de una pareja homosexual.
Que semejante práctica se hallaba muy extendida, lo confirma un reciente estudio arqueológico realizado en un campamento romano del siglo I, en Vindolanda (Inglaterra). Los restos hallados en algunas de las habitaciones excavadas, han llevado a los arqueólogos a exclamar que éstas se asemejaban más a un burdel masculino que a un cuartel.
Esto corrobora que en el ejército romano (y sin duda también en el de Herodes) los centuriones y demás superiores convivían con jóvenes amantes; lo cual les era facilitado porque recibían una paga superior a la del resto de los soldados, y dormían en cuarteles más amplios.
Fuera de casa es mejor
Es posible, entonces, que el joven por el que viene a interceder el centurión sea su propia pareja. Si esto es así, se aclara un detalle difícil de explicar, y es por qué un militar de su rango se toma el trabajo de ir personalmente a implorar a Jesús por un simple sirviente. Pero al ser una persona afectivamente importante para él, la dificultad desaparece.
También se aclara otro punto oscuro del relato, y es la negativa del centurión a que Jesús vaya a su casa. En efecto, cuando Jesús quiere ir a curar al enfermo, sorpresivamente el centurión se lo impide y le dice: “Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que digas una palabra y mi muchacho se sanará” (Mt 8,7-8).
¡Qué reacción tan insólita! Todo el mundo quería que Jesús tocara a sus enfermos y les impusiera las manos. Algunos incluso los llevaban cargando con grandes sacrificios, como los cuatro amigos que descolgaron por el techo a un paralítico (Mc 2,1-12), o el padre que llevó a su hijo en medio de convulsiones (Mc 9,14-27). Y cuando era imposible llevarlo, le pedían que Jesús fuera a su casa, como Jairo cuando se moría su niña (Mc 5,21-24), o la mujer griega con su hijita endemoniada (Mc 7,24-26). Pero que alguien se oponga a que Jesús vaya a ver a un enfermo, es algo inaudito en el Evangelio. ¿Qué razón poderosa movió al centurión a obrar de esa manera?
Según sus propias palabras, él no era digno. Pero no explica porqué. Ahora bien, sólo una razón de tipo moral puede justificar semejante indignidad. Y debió de haber sido la vergüenza de llevar a Jesús a donde convivía con su joven amante, sabiendo que los judíos rechazaban enérgicamente la práctica de la homosexualidad.
Que lo arregle una embajada
La versión de este milagro, que encontramos en el Evangelio de Lucas, reafirma en cierto modo tal interpretación (Lc 7,1-10). Este evangelista, al contar el episodio, debió hacerle algunos cambios para evitar el escándalo de sus lectores.
En primer lugar, viendo que la palabra “páis” (“joven”) tenía connotaciones sexuales, prefirió reemplazarla por el término griego “doúlos”, presentando así al joven como “sirviente” del centurión. Pero con este cambio creó un problema: ¿cómo era posible que un militar de su categoría se interesara por un simple esclavo?
Para solucionarlo, añadió que era un sirviente “muy querido” (v.2). Además agravó la enfermedad del muchacho: en vez de decir que estaba paralítico, dijo que se estaba muriendo (v.2). Con todo esto, pretendía justificar la urgencia del centurión. Pero de nuevo uno se pregunta: ¿por qué quería tanto a su sirviente, al punto de abandonar sus obligaciones militares e ir personalmente a buscar a alguien que lo curara?
Comprendiendo la nueva dificultad que había provocado, decidió hacer un segundo cambio y decir que no fue el centurión quien salió a buscar a Jesús, sino que mandó una delegación de judíos para que lo buscara en su nombre.
Atenuando la humillación
Estas modificaciones operadas por Lucas en su relato generaron un tercer inconveniente. Ahora el centurión no tiene problemas de que Jesús vaya a su casa. Pero si Jesús va, pierde fuerza el sentido del milagro, cuyo centro es la fe del centurión en el poder a distancia de Jesús. Entonces Lucas resolvió agregar una segunda embajada del centurión, para detener a Jesús y que no llegara a su casa (v.6). ¡Una evidente incoherencia, ya que dos versículos antes le había rogado que fuera!
Cuando llega la primera embajada ante Jesús, resulta curioso ver cómo en vez de pedirle que vaya a curar al joven (que era lo esperable), comienza a alabar al centurión y a decir que es un hombre “digno” (v.4). ¿Por qué? Es que Lucas, sabiendo que más adelante llegará la segunda embajada del centurión diciendo que no es digno de que vaya a su casa, lo hace alabar de antemano, con el fin de alejar cualquier sospecha de indignidad moral del militar.
De este modo, con modificaciones, incoherencias, marchas y contramarchas, Lucas pudo rescatar el episodio para sus lectores.
Ahora es otro el que no quiere
Una tercera versión de este milagro la encontramos en el Evangelio de Juan (Jn 4,46-53). Y también él debió realizar cambios para evitar la posible turbación de sus destinatarios.
Ante todo, al igual que Lucas suprimió la palabra “páis” por las connotaciones sexuales que podía tener, y en su lugar empleó el término griego “huiós”, convirtiendo así al joven en “hijo” del centurión.
Pero el evangelista sabía que eso no era posible, porque los militares no solían tener hijos ni vivir con sus familias hasta después de licenciarse. Entonces tuvo que reemplazar al centurión por un “funcionario real”, es decir, por un empleado de la corte del gobernador Herodes Antipas. Así, transformó al soldado pagano y de costumbres sospechosas en un judío (como se deduce del v.48). Al tratarse ahora de un judío, cuya moral no encerraba escándalo alguno, el Evangelio de Juan no tiene ya motivos para que el funcionario no quisiera recibirlo en su casa. Pero si Jesús va, no podrá curarlo a distancia, que es el objetivo del relato. Entonces dice Jesús mismo se niega a ir. ¿El motivo? Porque el funcionario, como buen judío, sólo quiere ver signos maravillosos. Y le pide que regrese a su casa confiando en la sanación de su hijo. Ahora ya no es el hombre el que muestra una fe prodigiosa, sino Jesús el que le pide una fe prodigiosa.
Una terrible palabra
Mateo parece haber conservado, en su Evangelio, el recuerdo de un milagro a un homosexual, retocado más tarde por Lucas y Juan. Y llama la atención el silencio de Jesús ante su condición. No lo reprende por su forma de vida, ni lo rechaza, ni lo condena. Lo cual no significa que Jesús estuviera a favor de la homosexualidad, ni que la fomentara. Simplemente no la juzgó. No entró en cuestiones de sexualidad, seguramente por considerarlas de índole privada.
Lo mismo hizo el día que una prostituta se echó a sus pies llorando y buscando el perdón. Le dijo: “Tu fe te ha salvado, vete en paz” (Lc 7,50). No le dijo: “no peques más”, como le ordenó a la adúltera (Jn 8,11). Le otorgó el perdón sin meterse en su vida sexual, ni condicionarla a que cambiara de profesión. Quizás prudente ante la posibilidad de que aquella pobre mujer no tuviera otra forma de ganarse la vida. Muchas vivían en aquel tiempo en condiciones sociales deplorables, a veces impuestas por la sociedad, y Jesús no interfirió en lo que tal vez era su único medio de subsistencia.
Asimismo en el sermón de la montaña Jesús prohibió reírse de las minorías sexuales. Allí enseñó: “Todo el que diga a su hermano «raka» será condenado por el Sanedrín” (Mt 5,22). Las Biblias suelen traducir esa palabra por “insensato, necio”. Pero no parece ser ése el sentido. Jesús llama insensatos y necios a los fariseos (Mt 23,17), y es absurdo que después prohíba usar esa palabra. En realidad raka deriva del arameo “reqa”, que significa “suave, blando, tierno” (Gn 18,7; 29,17; 33,13), y aludía a las personas afeminadas. Lo que Jesús dijo, entonces, fue: “Todo el que le diga a su hermano «maricón» será condenado por el Sanedrín”.
Por el sol y por la lluvia
Resulta asombroso ver lo tolerante que fue Jesús con las personas y grupos marginados de su tiempo: pecadores, mujeres, cobradores de impuestos, samaritanos, prostitutas, locos, extranjeros, endemoniados, homosexuales. Hasta llegó a comer con ellos (Mc 2,15), lo que en su cultura era la forma suprema de unión con esa gente.
Su tolerancia llegó a escandalizar a muchos (Lc 15,1), porque esas personas estaban condenadas por la religión de su tiempo. Pero Jesús tenía en claro que, entre lo religioso y lo humano, sólo lo humano es intocable y fundamental. A veces por salvar los derechos de la religión hemos vulnerado los derechos humanos. Por defender un dogma hemos quemado al hereje. Por cuidar la moral hemos despreciado al homosexual. Por preservar una ética hemos apedreado a la adúltera.
Ciertamente la tolerancia entraña sus peligros, y puede hacer creer que todo vale y que todo está bien. Pero para Jesús más peligroso aún era humillar a una persona por motivos religiosos, ya que con ello se justifica un sectarismo que convierte la vida en opresiva, despótica e injusta. Y esto hace más daño que cualquier idea religiosa desviada.
Jesús enseñó que el Padre que está en los cielos no hace diferencias con sus hijos. Que “hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45). Todos necesitan el sol de nuestro amor, y precisan la lluvia de nuestro respeto. Y si queremos parecernos al Padre del cielo, como Jesús lo ordenó, debemos aceptar a quienes son diferentes, sin humillarlos ni querer cambiarlos. Y mucho menos en nombre de Dios.
El autor es doctor en Teología bíblica.
 

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