Los evangelios incluyen
entre los milagros varias resurrecciones de muertos: la hija de Jairo (Mc 5,22-
24. 35-43), el hijo de la viuda de Naím (Lc 7,11-15) y Lázaro (Jn 11, 1-44). En
todos estos casos el relato evangélico, mediante algún detalle de la narración,
expresa con claridad que se trata de una vuelta a esta vida temporal y, por
tanto, sometida de nuevo a la muerte. La
resurrección de Jesús, ¿es de la misma categoría? Ciertamente, no, si nos
atenemos a las expresiones que usan los autores del Nuevo testamento para
referirse a ella; estamos ante un hecho único en la historia.
Con frecuencia lo denominan
exaltación o glorificación; también hablan de sentarse a la diestra del Padre,
ser constituido Señor de cielo y tierra,
poseer la vida inmortal etc. Todo ello nos está indicando que Jesús no vuelve a
la vida de antes de su crucifixión; no se trata de una reanudación de la vida
mortal, como sucede en aquellos que se beneficia de su poder de hacer resurgir
los muertos. Jesús, después de
resucitar, ya no pertenece a este mundo, entra en el más allá.
Esto significa que el mismo
acontecimiento de la resurrección de Jesús es un hecho real, pero por ser
transcendente no puede ser objeto de investigación histórica. En sí mismo es
inalcanzable para el ser humano. De hecho los evangelistas no narran el
acontecimiento de la resurrección, aluden solamente al hallazgo del sepulcro
vacío y las apariciones; el acontecimiento en sí mismo permanece en el
misterio. Es más, la resurrección de Jesús no es un hecho verificable por
cualquiera, es decir, no basta tener ojos y oídos para llegar a ser testigo de
su resurrección. Este hecho excede al conocimiento común de los hombres.
El
hombre no es capaz por sí mismo de descubrir y entender la naturaleza de ese
hecho irrepetible. Sólo una revelación de Dios posibilita el conocimiento
humano, como dice Hech 10, 40: “Pero si Dios lo resucitó al
tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a
los testigos designados por Dios: a nosotros que hemos comido y bebido con él
después de su resurrección de entre los muertos.”
Por
tanto, lo que ocurrió en la resurrección de Jesús no se descubre con los medios
del conocimiento natural, es algo que pertenece a la esfera de Dios y sólo
puede ser conocido por testimonio y acogido por fe. Por
ello, al reflexionar sobre la resurrección de Jesús encontramos ciertos límites
que nos impiden hablar estrictamente. Entramos en un acontecimiento escatológico
del que los testigos hablan de él.
Ahora bien, este evento ha tenido lugar en un hombre de
esta historia; por tanto, necesariamente habrá dejado algunas huellas visibles.
Estos indicios o fenómenos es lo único que puede estudiar el historiador justamente
por suceder en nuestro mundo, por ser fenómenos empíricos, son accesibles a la
investigación histórica; mientras que la resurrección de Jesús en sí misma, por
ser un acontecimiento que pertenece al más allá, escapa a la lupa del historiador.
“Que Jesús resucitado subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre”
es una afirmación propia, no es un libro de historia, sino un credo. Pero al
mismo tiempo, la resurrección de Jesús es una obra de Dios en la historia
humana. El Jesús glorioso en que desde los apóstoles cree la Iglesia es el
Jesús crucificado por sentencia de Poncio Pilato en tiempo del emperador
Tiberio. Uno de los personajes de la historia que conocemos también por
documentos históricos, los apóstoles dieron testimonio de que se les había
aparecido después de su muerte y que unas mujeres piadosas encontraron su
sepulcro vacío al tercer día.
Los
principales testimonios sobre la resurrección de Jesús nos han llegado en los
escritos del Nuevo Testamento. No obstante, alguna referencia o eco de este
suceso se nos ha transmitido también en los escritos judíos
concretamente en Flavio Josefo y en la literatura rabínica. Tenemos el
testimonio de Flavio Josefo sobre Jesús recogido en las Antigüedades judías,
conocido como Testimonio flaviano:
“porque al tercer día se les apareció vivo, como habían vaticinado profetas
enviados por Dios, que anunciaron muchas otras cosas maravillosas de él”
Es difícil encontrar textos
de la literatura rabínica tan explícitos
como el que tenemos en Josefo. Sin embargo, no podemos olvidar que la base
principal que tenía la Iglesia para afirmar la divinidad de Jesús en un
ambiente hostil era el hecho de la resurrección. Una de las alusiones que
aparece en el tratado Taanit 65b del
talmud palestiniense. Otro texto que manifiesta también la pretensión divina de
Jesús, considerada contraria a la fe judía por el Sanhedrín y los judíos que se
opusieron al cristianismo, se haya en Pesiqta Rabbati 21, una colección de
Midrashim sobre las lecturas del Pentateuco y los profetas realizadas en el
siglo IX.
Por
otra parte, podemos rastrear algunas huellas o fenómenos históricos que tienen
su origen en el acontecimiento de la resurrección. En
primer lugar tenemos la misma predicación apostólica sobre Jesús. Es necesario
recordar que, para todo fiel judío, la condena del sanedrín significaba el
juicio de Dios, por tanto, el tribunal supremo judío había expresado el juicio
divino cuando condenó a Jesús como blasfemo, maldito de Dios. ¿Cómo es posible
que un grupo de judíos no aceptaran como definitivo este juicio del Sanhedrín?
Es más, ¿cómo es posible que aquellos hombres, inmediatamente después de la
muerte de su Maestro, se atrevieran a predicar que la plenitud de la vida
humana se concedía al seguidor de Jesús? En otras palabras, ¿Cómo se explica
que propusieran públicamente a este condenado como el salvador de los hombres,
como aquel que obtiene el perdón de los pecados y restablece la amistad con
Dios? La única explicación posible es la resurrección de Jesús. Hecho inaudito
que ellos consideran verdadero juicio divino: Dios, al resucitarlo, se ha
manifestado de acuerdo con la pretensión de Jesús ya ha descalificado la
condena del sanedrín. El acontecimiento sorprendente de la resurrección de
Jesús es la única razón verdaderamente explicativa de la existencia de la
predicación cristiana.
De
igual modo, la existencia de la Iglesia, su permanencia en la historia, exige
el hecho de la resurrección de Jesús. La iglesia se presenta en la historia
ante todo como relación con Cristo vivo.
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