Hay muchos modismos que se suelen emplear cuando nos referimos a los inmigrantes que nos llegan: morenos, negros, moros, espaldas mojadas, transeúntes, ilegales, marginados, nuevos pobres…
Casi siempre son palabras que esconden una actitud negativa, en ocasiones despectiva o racista y, a lo sumo “caritativa”. Muchas veces los tratamos con muy buena voluntad, pero como indigentes y necesitados. Cuando llegan a una ciudad se les indica el camino más cercano de un comedor de Cáritas, de un albergue público, de una parroquia o de una ONG que les saque del apuro cotidiano y que les pague un viaje a otra ciudad donde repetir la historia. Y así entran en esa maquina de la dependencia y la “caridad”.
Quisiera partir de una clave diferente: son trabajadores. Hoy hay trabajadores fijos y temporeros, trabajadores ocupados y trabajadores en paro, trabajadores de convenios y trabajadores de economía sumergida. Está tan estratificada la clase obrera que muchos dicen que se acabó, que eso es del pasado.
Cuando veo a los inmigrantes siento que hay aun otra categoría dentro del mismo mundo obrero: Hay trabajadores del “primer mundo” y trabajadores del “tercer mundo”. Estos inmigrantes son trabajadores de países donde el paro es impresionante y donde la economía de una familia resulta una aventura sobrevivir cada día. Y vienen buscando un empleo, un trabajo, que se respete su dignidad de trabajador. No es lo mismo contemplarlos como indigentes y marginados, relegándolos a ser mero objeto de los servicios sociales, que verlos desde otra clave que les permita ser sujetos de su liberación y de su inserción. Cometemos el mismo grave error con nuestros parados. Sin quererlo, convertimos a los parados y a los inmigrantes en marginados y los introducimos en la rueda del asistencialismo.
No se trata sólo de llevarlos a ONG o a Cáritas, sino de ayudarles a recuperar su dignidad, de invitarles a entrar en el carro de la historia. Hay que ayudarles a que se sientan trabajadores en busca de un empleo, no de la “caridad” social.
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