miércoles, 5 de septiembre de 2018

Haber... ¡algo hay!

 
 
Son numerosas las personas que cuando se les pregunta por sus creencias religiosas te responden:” hombre, haber… ¡algo hay!” Al menos yo me he encontrado con unas cuantas que me han respondido así. ¿Pero  en qué Dios creemos los cristianos? ¿En un “dios difuso’”, un “dios-spray”, que está en todas partes, pero que no se sabe qué es? Dios es “una Persona”, una persona concreta, es un Padre, y por tanto la fe en Él nace de un encuentro vivo, del que se hace una experiencia tangible.
En el Antiguo Testamento, la afirmación “Dios es el VIVIENTE” significa que es el que da vida a todos los seres, que es poderoso y victorioso y está presente con su acción al lado de sus hijos, de modo que por eso podemos poner en Él toda nuestra confianza, por lo tanto, también la interpretación de Dios como persona es sólida porque, independientemente de los supuestos filosóficos, se apoya  directamente en la fe. La Biblia al expresarse en un lenguaje simbólico, presenta en muchísimas páginas la relación entre el hombre y Dios en términos de  yo-Tú. Además los cristianos nos dirigimos a Dios en la oración como a un Tú poderoso y misericordioso, al que podemos abandonarnos con entera confianza. Dios se ha hecho el encontradizo con los hombres en la persona de Jesucristo, pero la experiencia de Cristo consiste en reconocer en Él su vida, sus palabras, sus actitudes y comportamientos con los demás, la donación de Dios sin límites hacia nosotros.  Por nuestra parte la entrega ha de ser absoluta a ese amor, con todo el corazón, aquel que sólo Dios merece y que sólo a Él puede no defraudar,  sabiendo que es Él el que realmente se entrega absolutamente y nunca defrauda. La conversión interior, el cambio de corazón que supone esta experiencia con Cristo es la que puede dar lugar a  actitudes como: “Señor qué quieres que haga” (Hch 22,10) o “ yo sé de quién me he fiado” ( 2 T. 1,12). Pero también es cierto que muchas veces la Iglesia, nuestra Iglesia,  constituye un grave obstáculo y un escándalo doloroso para muchos cristianos comprometidos, callando cuando debería hablar y hablando cuando debería callar, también cuando dice y no hace…
Tampoco faltan en la Iglesia los “fariseos y saduceos” de turno, que bajo engaño de motivaciones religiosas la utilizan para sus intereses sirviéndose y abusando de ella. Así mismo, están los que la denuncian como adúltera y terminan abandonándola buscando a Jesús fuera de ella, liberándose así de lo que ellos llaman tinglado institucional. Sin embargo toda forma de separar a Jesús de la Iglesia  (Jesús sí, Iglesia no) es una alternativa eclesial al margen de la Iglesia de Jesús, que está condenada al fracaso de las sectas.
El seguimiento de Jesús ha de ser comunitario y eclesial en continuidad con la tradición, pues todo intento de “ser cristiano por libre” es una patología eclesial y teológica. La fe no es una ideología racionalista, sino un encuentro con el resucitado, una experiencia de encuentro personal.
Los Evangelios contienen muchos relatos de ocasiones en que Jesús comía  con otros. Él se aprovechó de estas ocasiones informales de compañerismo para compartir verdades espirituales profundas sobre el Reino de Dios. Todos necesitamos momentos  de unión y fraternidad para suplir las necesidades individuales, para conocernos mejor e ir creando lazos afectivos entre los hermanos.
A todo cristiano lúcido  le toca una difícil misión: luchar desde la Iglesia para transformarla evangélicamente aceptando su pecado, caminando hacia su conversión, y en esto estamos todos en proceso, camino…
Los cristianos debemos tener los ojos limpios para reconocer y amar a nuestra Iglesia a pesar de sus años, arrugas y debilidades, pues es la madre que nos ha engendrado en la fe y nos ha transmitido el misterio de Jesús. Cierto, que algunos buscan en la Iglesia “el prodigio” de una santidad consumada, otros buscan poder y protagonismo. Pero no olvidemos nunca que la Iglesia de Jesús lleva en su corazón el escándalo de la Cruz de su Señor (1 Cor 1-17 .31) Y el Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos, también da vida al pobre cuerpo de la Iglesia (Rom 8:11) Porque somos hermanos, hemos de ayudarnos mutuamente: “Sobrellevad los unos las cargas de los otros” ( Galatas 6:2). San Pablo dice lo mismo respecto al sufrimiento: “de manera que si un miembro padece todos los miembros se duelen con él, y si un cuerpo recibe honra, todos los miembros con él se gozan”. San Juan escribió: “En esto conocerán que sois mis discípulos, si tuvierais amor los unos con los otros” (Juan 13:35)
Recordemos también las palabras del Papa Francisco: “La Iglesia necesita que todos nosotros seamos profetas: no críticos, eso es otra cosa», porque no es ciertamente un profeta que se enfrenta siempre a «un juez crítico, al que no le gusta nada: “No, eso no va bien, no va bien, no va bien, no va; esto debe ser así...””. En cambio, “el profeta es quien reza, mira a Dios, mira a su pueblo, siente dolor cuando el pueblo se equivoca, llora —es capaz de llorar por el pueblo— pero es capaz también de jugársela bien por decir la verdad”.
Pidamos al Señor que no le falte a la Iglesia este servicio de la profecía y que nos envíe profetas como Esteban, que ayuden a revitalizar nuestras raíces, nuestra pertenencia, para ir siempre adelante.

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