lunes, 26 de marzo de 2018

¿Qué corrompe más el poder o la militancia en un partido?

La ambición suele llevar a las personas a ejecutar los menesteres más viles. Por eso, para trepar, se adopta la misma postura que para arrastrarse.

Uno de los mayores problemas que tiene la política es la existencia de los llamados “trepas”, esas personas sin ideas ni escrúpulos cuyo único objetivo es medrar dentro de su organización política para alcanzar una mejor posición y más notoriedad pública, pero sobre todo para poder lograr un escaño  y un sueldo público como colofón.  Salir en las portadas  y en las televisiones no está nunca de más, y desde luego su ego hay que regarlo todos los días como a una planta trepadora, pero esto es secundario. La verdadera aspiración de un trepa es vivir del cuento sin pegar un palo al agua.
Si la existencia de los  trepas ya es perjudicial para la política, más grave aún es la aceptación de este comportamiento por parte de los ciudadanos como algo natural
Para lograr su objetivo el trepa hará lo que haga falta: cambiará de chaqueta las veces que sean necesarias, traicionará a sus compañeros por la espalda, dirá una cosa y hará la contraria. Y todo ello lo justificará con cualquier excusa barata bien aderezada de tópicos, frases hechas y demás ocurrencias sin sustancia política pero de gran tirada en el mercado de la “comunicación política” o como quieran llamar al circo barato en el que han convertido el espacio de información política. Porque si la existencia de este tipo de personajillos ya es perjudicial para la política, más grave aún es la aceptación de este comportamiento por parte de los ciudadanos como algo natural.
La senda que conduce a la corrupción y al abuso de poder se inicia muchas veces cuando un ciudadano decide militar en un partido político, en algunos casos con buena fe, con deseos de ayudar, pero ignorando que penetra en un espacio peligroso, regido por leyes y reglas profundamente antidemocráticas y escasamente éticas, incompatibles con la dignidad humana y el verdadero progreso.
Los fundadores de la democracia lo tenían claro y rechazaban los partidos políticos porque los consideraban poco menos que organizaciones mafiosas e incapaces de anteponer el bien común a sus propios intereses. Así pensaban Robespierre, Dantón y casi todos los teóricos y revolucionarios franceses de finales del XVIII. El rechazo a los partidos todavía era más intenso en Jefferson y casi la totalidad de los fundadores de la primera gran democracia del mundo: los Estados Unidos de América, conscientes de que los partidos políticos ponían en peligro el sistema porque tendían a apoderarse del Estado, a monopolizar el poder y a someter a los ciudadanos.

Cuando entras como militante en un partido te das de lleno con un mundo siniestro donde los valores están trastocados. Allí no se hace carrera sirviendo a la verdad y a la propia conciencia, sino sometiéndose a los criterios y deseos del líder. Cuando cometes un error, alguien te dice al oído: "mejor olvídalo porque no te conviene que se sepa y si se publica perjudicaría al partido". Así nacen los grandes cánceres internos que convierten a los partidos en auténticas escuelas de gregarios mediocres sometidos y, en algunos casos, de déspotas, corruptos y hasta delincuentes. Siempre hay alguien en el partido que te dice que "la ropa sucia se lava en casa", mientras que otros proclaman ideas tan antidemocráticas como aquella de que "el fin justifica los medios", que "en política vale todo" o que "al enemigo ni agua". Cuando los partidos han llegado a implicarse en demasiadas irregularidades y corrupciones, las élites empiezan a desconfiar de todos los que permanecen limpios y les obligan a participar directamente en el festival de los despropósitos y arbitrariedades. Implicar a todos es un método que genera seguridad en el colectivo porque, de algún modo, garantiza el silencio. Es el mismo método que utilizaba Al Capone cuando obligaba a sus más cercanos colaboradores a cometer crímenes con sus propias manos, asegurándose así su lealtad y silencio.
Valores democráticos como la igualdad, la verdad, la limpieza y la Justicia saltan por los aires porque los militantes, después de tanto tiempo pegando carteles y sometidos a las privaciones de la lucha partidista, se consideran con derecho a ser los privilegiados y a ser compensados. Más que demócratas auténticos, los que llegan al poder suelen ser peligrosos verticalistas totalitarios, ansiosos de poder, ávidos de privilegios y perfectamente entrenados para imponer su voluntad a los demás, casi todos ellos ya corrompidos por haber suprimido previamente la verdad, la libertad, la transparencia y el debate de sus respectivas vidas de militantes.

La verdad interna de los partidos es impresentable y amarga, pero irrefutable: si un militante decidiera votar en conciencia, decir la verdad en los debates internos, apoyar al que tenga razón, respetar la soberanía de los ciudadanos y defender la verdadera democracia y los valores, su carrera política quedaría liquidada en un instante.

Algunos políticos protestan cuando algunos pensadores y ciudadanos afirman, generalizando, que los políticos son corruptos, pero no tienen razón porque, aunque ellos no hayan caído en la corrupción, son cómplices activos y cobardes de muchos de sus compañeros de filas que sí son corruptos o que se han enriquecido sin justificación. El no denunciarlos, el permanecer en el partido sin abandonarlo, conscientes de que esos comportamientos colisionan con la decencia y la democracia verdadera, les hace también a ellos corruptos y enemigos de la democracia.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario